jueves, 19 de abril de 2012

Escribe: César Vásquez Bazán
Smedley D. Butler (1881-1940) Mayor General del Cuerpo de Infantería de Marina de los Estados Unidos, condecorado con dos medallas de honor por el Congreso norteamericano y con la Medalla por Servicios Distinguidos. Butler participó en la toma por EE.UU. de Veracruz, México, en 1914 y de Ft. Riviere, Haití, en 1917.

En Connecticut, el 21 de agosto de 1931, el general Butler pronunció un sorprendente discurso ante los miembros de la American Legion. Sus palabras denunciaron el carácter imperialista de las intervenciones en el extranjero de las fuerzas armadas de EE.UU.

Dijo Butler en esa ocasión: “Pasé treinta y tres años y cuatro meses en el servicio activo como miembro de la fuerza militar más ágil de nuestra nación, la Infantería de Marina. Presté mis servicios en todos los rangos de la oficialidad, desde subteniente hasta mayor general… Durante ese periodo dediqué la mayor parte de mi tiempo a ser un matón de primera categoría al servicio de las Grandes Empresas, Wall Street y los banqueros… En pocas palabras fui un extorsionador, un intimidador, un pistolero a las órdenes del capitalismo… En 1924 ayudé a hacer que México, y especialmente Tampico, estuvieran asegurados para los intereses petroleros estadounidenses. Colaboré a hacer de Haití y Cuba lugares decentes para que los muchachos del National City Bank pudieran obtener sus ingresos. Ayudé a violar a media docena de repúblicas centroamericanas en beneficio de Wall Street. La historia de intimidaciones y extorsiones es larga. Entre 1909 y 1912 ayudé a purificar Nicaragua para la firma bancaria internacional de Brown Brothers. En 1916, iluminé a la República Dominicana para los intereses azucareros estadounidenses. En 1903 ayudé a “enderezar” Honduras para las compañías fruteras estadounidenses. En 1927, en China, colaboré a que la Standard Oil obtuviera lo que deseaba sin ser molestada. Tuve… una abultada cartera de intimidaciones y extorsiones. Fuí recompensado con honores, medallas y ascensos. … Pude haberle dado algunos consejos a Al Capone. Lo mejor que él pudo hacer con sus “empresas” fue obtener dinero, intimidando en tres ciudades. Los Marines operaban en tres continentes”.


Tras analizar su propia experiencia militar, Butler denunció el enriquecimiento de los proveedores de las fuerzas armadas, tema que un cuarto de siglo después retomaría el presidente Eisenhower cuando denunció la nefasta influencia del Complejo Industrial Militar sobre el Gobierno de Washington. A la vez, Butler se convirtió en campeón del movimiento pacifista.

War Is A Racket

En 1935, el general Butler escribió War Is A Racket (La guerra es una estafa) denunciando las guerras contemporáneas como aventuras imperialistas en beneficio de Wall Street. Propuso la idea que las fuerzas armadas deberían utilizarse preferentemente con fines de defensa. EE.UU. podría declarar guerras ofensivas sólo si hubieran sido aprobadas en plebisicitos limitados, en que únicamente votarían aquellos que pudieran ser llamados a filas.

En el libro, Butler planteó la drástica limitación de las distancias que podrían movilizarse la marina (200 millas) y la aviación (500 millas) con respecto a la línea costera de EE.UU. De igual forma, señaló que de no contar con la aprobación del plebiscito limitado, las fuerzas de tierra no podrían abandonar el territorio estadounidense.

El opúsculo de Butler fue publicado en Nueva York por la editorial Round Table Press Inc. Contiene cinco breves capítulos:

1. La guerra es una estafa
2. ¿Quién recibe las utilidades?
3. ¿Quién paga las cuentas?
4. ¡Cómo acabar con esta estafa!
5. ¡Al diablo con la guerra!

LA GUERRA ES UNA ESTAFA
(WAR IS A RACKET)
Smedley D. Butler
Traducción de César Vásquez Bazán

Capítulo 1
La guerra es una estafa

La guerra es una estafa. Siempre lo ha sido.

Posiblemente es el tipo de estafa más antiguo, sobradamente el más lucrativo, seguramente el más perverso. Es el único de alcance internacional. Es el único en el que las utilidades se calculan en dólares y las pérdidas en vidas humanas.

Creo que la mejor descripción de una estafa es algo que no es lo que parece ser para la mayoría de la gente. Solamente un pequeño grupo “enterado” sabe de qué se trata. Se realiza para beneficio de los muy pocos a expensas de los muchos. Gracias a la guerra un pequeño número de personas amasa fortunas enormes.

En la Primera Guerra Mundial un puñado de individuos recogió las utilidades del conflicto. Durante la [Primera] Guerra Mundial, surgieron en los Estados Unidos por lo menos veintiún mil nuevos millonarios y multimillonarios. Ése fue el número que admitió sus enormes y sangrientas ganancias en sus declaraciones juradas del Impuesto a la Renta. Nadie sabe cuántos otros millonarios, surgidos de la guerra, falsificaron sus declaraciones juradas de impuestos.

¿Cuántos de estos millonarios de la guerra portaron un fusil sobre sus hombros? ¿Cuántos de ellos cavaron una trinchera? ¿Cuántos de ellos supieron lo que significó padecer hambre en un refugio subterráneo infestado de ratas? ¿Cuántos de ellos pasaron noches de miedo y desvelo, evadiendo los bombardeos, las esquirlas y las balas de las ametralladoras? ¿Cuántos de ellos rechazaron una carga a la bayoneta del enemigo? ¿Cuántos de ellos resultaron heridos o perecieron en el campo de batalla?

Como producto de la guerra, las naciones victoriosas conquistan territorio adicional. Simplemente se apoderan de él. El territorio recién capturado es explotado prontamente por unos pocos, los mismísimos pocos que destilaron dólares a partir de la sangre vertida en la guerra. El pueblo paga la cuenta.

¿Y cuál es esta cuenta?

La cuenta traduce una contabilidad terrible. Lápidas recién colocadas. Cuerpos despedazados. Mentes destrozadas. Corazones y hogares rotos. Inestabilidad económica. Depresión y todas las amarguras relacionadas. Impuestos agobiantes por generaciones y generaciones.

Por muchos años, como soldado, tuve la sospecha que la guerra era una estafa. Sólo cuando me retiré a la vida civil pude darme cuenta de ello cabalmente. Hoy en día, cuando veo nuevamente poblarse el firmamento con las nubes de la guerra internacional, debo encararla y hablar claro.

Otra vez [las naciones] están alineándose. Francia y Rusia se reunieron y acordaron mantenerse juntas. Apuradas, Italia y Austria llegaron a similar acuerdo. Polonia y Alemania se miraron con ojos de cordero y olvidaron por el momento su disputa sobre el Corredor Polaco. El asesinato del rey Alejandro de Yugoslavia complicó las cosas. Yugoslavia y Hungría, por mucho tiempo enemigos acérrimos, estuvieron a punto de agredirse. Italia estaba lista para intervenir. Francia esperaba. Igual hacía Checoslovaquia. Todas estas naciones están previendo la guerra. No la gente –no los que luchan y pagan y mueren–; sólo aquellos que promueven las guerras y permanecen en la seguridad de sus casas a la espera de recibir las utilidades.

En el mundo de hoy existen cuarenta millones de hombres en armas y nuestros estadistas y diplomáticos tienen la temeridad de decir que no se prepara una guerra.

¡Campanas que anuncian el infierno! ¿Estos cuarenta millones de hombres están entrenándose para ser bailarines?

De seguro, no en Italia. El Primer Ministro, Mussolini, sabe para lo que se les está entrenando. Él, al menos, es suficientemente franco y habla claro. Hace pocos días, Il Duce escribió en Internacional Conciliation, publicación de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional:

“Y sobre todo, el fascismo, cuanto más considera y observa el futuro y el desarrollo de la humanidad, aparte de las consideraciones políticas del momento, no cree en la posibilidad de la utilidad de la paz perpetua… Sólo la guerra eleva toda la energía humana hasta alcanzar su tensión más alta y coloca el sello de la nobleza sobre los pueblos que tienen el coraje de practicarla”.

Sin duda, Mussolini quiere decir exactamente lo que dice. Su bien entrenado ejército, su gran escuadra aérea e, incluso, su marina están listos para la guerra; al parecer están ansiosos por ella. Así lo demuestra su reciente toma de posición, al lado de Hungría, en el conflicto de ésta con Yugoslavia. Así lo evidencia también la apurada movilización de sus tropas en la frontera austriaca tras el asesinato de Dollfuss.

Hay otros, también en Europa, cuyos sonidos de sables presagian guerra, tarde o temprano.

Herr Hitler, con su rearme alemán y sus constantes demandas por más y más armamento es una amenaza similar, si no mayor, a la paz. Hace muy poco tiempo, Francia aumentó el período del servicio militar para su juventud de un año a dieciocho meses.

Sí, en todo lugar, las naciones viven en armas. Los perros rabiosos de Europa andan sueltos.

Las maniobras son más hábiles en el Oriente. En 1904, cuando pelearon Rusia y Japón, aplicamos un puntapié a nuestros antiguos amigos los rusos y apoyamos a Japón. En ese entonces nuestros muy generosos banqueros internacionales estaban financiando a Japón. Ahora la tendencia es a envenenarnos [la mente] contra los japoneses. ¿Qué significa para nosotros la política de “puertas abiertas” con China? Nuestro comercio con China es de noventa millones de dólares anuales, aproximadamente. ¿Y las Filipinas? En treinta y cinco años hemos gastado cerca de seiscientos millones de dólares en las Filipinas y tenemos allí inversiones privadas–mejor dicho, nuestros banqueros, industriales y especuladores– por menos de doscientos millones de dólares.

Para salvar ese comercio de cerca de noventa millones de dólares con China, o para proteger esas inversiones privadas de menos de doscientos millones de dólares en las Filipinas, debemos instigar el odio contra Japón e ir a la guerra, una guerra que bien pudiera costarnos decenas de billones de dólares, centenares de miles de vidas de estadounidenses, y muchos más centenares de millares de hombres físicamente mutilados y mentalmente desequilibrados.

Por supuesto, habría una utilidad que compensaría esta pérdida: las fortunas que serían amasadas. Se acumularían millones y billones de dólares. Para algunos. Los fabricantes de municiones. Los banqueros. Los armadores de buques. Los fabricantes. Los embaladores de carne. Los especuladores. A ellos les iría bien.

Sí, ellos se están preparando para otra guerra. ¿Por qué no deberían hacerlo? La guerra paga elevados dividendos.

Pero, ¿genera beneficios para las masas?

¿En qué beneficia a los hombres que resultan muertos? ¿En qué beneficia a los hombres que resultan mutilados? ¿En qué beneficia a sus madres y hermanas, a sus esposas y a sus novias? ¿En qué beneficia a sus hijos?

¿En qué beneficia a cualquier persona, excepto los muy pocos para quienes la guerra significa enormes utilidades?

Sí, ¿y en qué beneficia a la nación?

Tomemos nuestro propio caso. Hasta 1898 no poseíamos una pizca de territorio fuera del continente de América del Norte. En aquella época nuestra deuda nacional era un poco más de mil millones de dólares. Entonces adoptamos una mentalidad “internacional”. Olvidamos, o dejamos de lado, el consejo del Padre de nuestro país. Nos olvidamos de la advertencia de Washington sobre “alianzas [internacionales] enredadas”. Fuimos a la guerra. Adquirimos territorio en el exterior. Al final del período de la [Primera] Guerra Mundial, como resultado directo de nuestros manejos en asuntos internacionales, nuestra deuda nacional había pasado a ser más de veinticinco mil millones de dólares. Nuestra balanza comercial total durante el período de veinticinco años fue favorable en veinticuatro mil millones de dólares, aproximadamente. Por lo tanto, sobre una base puramente contable, nos fuimos atrasando poco a poco, año por año. Sin las guerras, ese comercio exterior bien pudo haber sido nuestro.

Para el estadounidense promedio, que paga las facturas, hubiera sido más barato (por no decir más seguro) permanecer al margen de los embrollos extranjeros. Para muy pocos esta estafa –como la de producir o vender licor de contrabando y timos similares del mundo del hampa– trae utilidades fantásticas. Sin embargo, el costo de las operaciones siempre se transfiere a la gente, la que no obtiene utilidades.



Portada de 1935 del libro “War Is A Racket”

Capítulo 2
¿Quién recibe las utilidades?

La [Primera] Guerra Mundial –diríamos más bien nuestra breve participación en ella– ha costado a los Estados Unidos unos cincuenta y dos mil millones de dólares. Calculemos. Eso significa cuatrocientos dólares por cada hombre, mujer y niño estadounidense (1). Todavía no hemos pagado esa deuda. La estamos pagando, nuestros hijos la pagarán y, probablemente, los hijos de nuestros hijos todavía tengan que pagar el costo de esa guerra.

Las utilidades normales de un negocio en los Estados Unidos son seis, ocho, diez y, a veces, hasta doce por ciento. Pero las utilidades en tiempo de guerra, ¡ah! ésa es otra cosa: veinte, sesenta, cien, trescientos y hasta mil ochocientos por ciento. El cielo es el límite. Todo lo que la situación permita. El Tío Sam (2) tiene el dinero. Obtengámoslo de él.

Por supuesto, esto no se expone tan crudamente en tiempo de guerra. Viene incorporado en los discursos acerca del patriotismo, el amor al país, y la necesidad que “todos pongamos el hombro”. No obstante, las ganancias aumentan prodigiosamente y son recibidas con seguridad. Examinemos algunos ejemplos.

Consideremos a nuestros amigos los du Pont, la gente que fabrica la pólvora. ¿Recientemente no declaró uno de ellos, ante un Comité del Senado, que su pólvora fue la que ganó la guerra? ¿Que ella fue la que salvó el mundo para la democracia? ¿O algo parecido? ¿Cómo les fue a los du Pont en la guerra? Ellos formaban parte de una empresa patriótica. Bien, en el período 1910-1914, el promedio anual de ganancias de los du Pont fue de seis millones de dólares (3). No era mucho, pero los du Pont supieron vivir con él y salir adelante. Examinemos ahora el promedio de utilidades anuales durante los años de la guerra, de 1914 a 1918. ¡Encontramos que su utilidad anual ascendió a cincuenta y ocho millones de dólares! Casi diez veces el promedio de épocas normales, sin olvidar que las utilidades de las épocas normales eran bastante buenas. Un aumento en las ganancias de más del novecientos cincuenta por ciento.

Examínese el caso de una de nuestras pequeñas empresas siderúrgicas que tan patrióticamente dejaron de lado la fabricación de rieles, vigas y puentes para producir material de guerra. Bien, sus ganancias anuales en el período 1910-1914 promediaron los seis millones de dólares. Luego vino la guerra. Y, como ciudadanos leales, rápidamente, la Bethlehem Steel pasó a producir municiones. ¿Crecieron sustancialmente sus utilidades o dejaron que el Tío Sam hiciera su agosto? Bien, su promedio anual de utilidades en el período 1914-1918 fue de ¡cuarenta y nueve millones de dólares!

Consideremos el caso de la United States Steel. Las utilidades anuales normales durante el período de cinco años anterior a la guerra fueron de ciento cinco millones de dólares. Nada mal. Llegó la guerra y las utilidades se fueron para arriba. El promedio anual de utilidades del período 1914-1918 fue de doscientos cuarenta millones de dólares. Nada mal.

Ésas fueron algunas muestras de las utilidades del acero y la pólvora. Analicemos otras industrias. La del cobre, quizá. Al cobre siempre le va bien en tiempos de guerra.

Anaconda, por ejemplo. Su promedio de ganancias anuales en los años anteriores a la guerra –es decir entre 1910 y 1914– fue de diez millones de dólares. Durante los años de la guerra 1914-1918 las utilidades anuales pasaron a ser treinta y cuatro millones de dólares.

O el caso de la Utah Cooper. Entre 1910 y 1914, el promedio anual de utilidades ascendió a cinco millones de dólares. Durante el período de la guerra saltó a un promedio anual de utilidades de veintiún millones de dólares.

Agrupemos estas cinco empresas con tres compañías más pequeñas. El total de los promedios de utilidades anuales en el período anterior a la guerra (1910-1914) ascendió a 137,480,000 dólares. Entonces llegó la guerra. El promedio de utilidades anuales de este grupo se elevó súbitamente a 408,300,000 dólares.

Un pequeño aumento en las utilidades de aproximadamente doscientos por ciento.

¿La guerra paga? Les pagó a ellos. Pero no son los únicos. Hay otros más. Examinemos la industria del cuero.

En el período de tres años anterior a la guerra, las utilidades totales de la Central Leather Company ascendieron a tres millones y medio de dólares, esto es 1,167,000 dólares anuales aproximadamente. Bien, en 1916 la Central Leather Company arrojó utilidades de quince millones y medio de dólares, un pequeño aumento de 1,100 por ciento. Eso es todo. Durante los tres años anteriores a la guerra, la General Chemical Company registró un promedio de utilidades anuales de un poco más de ochocientos mil dólares. Llegó la guerra y las utilidades crecieron a doce millones de dólares, un salto de mil cuatrocientos por ciento.

La International Nickel Company –recuerde el lector que no puede haber guerra sin níquel– mostró un aumento en sus utilidades anuales de un modesto promedio de cuatro millones de dólares a 73,500,000 dólares. ¿Nada mal, no? Un aumento mayor a mil setecientos por ciento.

La American Sugar Refining Company promedió doscientos mil dólares anuales en los tres años anteriores a la guerra. En 1916 registró una utilidad de seis millones de dólares.

Leamos lo que dice el Documento del Senado No. 259. El sexagésimo quinto Congreso [de los EE.UU.], informa sobre las ganancias empresariales y los ingresos del gobierno. Considera las utilidades durante la [Primera] Guerra [Mundial] de 122 empacadores de carne, 153 fabricantes de algodón, 299 fabricantes de ropa, 49 plantas siderúrgicas y 340 productores de carbón. Las utilidades inferiores a veinticinco por ciento fueron muy raras. Por ejemplo, durante la guerra las compañías del carbón redituaron un beneficio de entre cien y 7,856 por ciento sobre su capital social. Los empacadores de Chicago duplicaron y triplicaron sus ganancias.

Y no nos olvidemos de los banqueros que financiaron esta gran guerra. Si algunos recibieron lo mejor de las utilidades ésos fueron los banqueros. Por ser considerados consorcios y no empresas, no tenían por qué informar a sus accionistas. Sus utilidades eran tan secretas como inmensas. No sé cómo los banqueros hicieron sus millones y sus billones, porque esos pequeños secretos nunca llegan a ser públicos, ni siquiera ante una comisión investigadora del Senado.

Pero a continuación describiré la manera cómo algunos de los otros industriales y especuladores patriotas se abrieron camino para obtener las utilidades de la guerra.

Tomemos las empresas del calzado. A ellas les gusta la guerra. Significa negocios con utilidades extraordinarias, anormales. Obtuvieron utilidades enormes exportando a nuestros aliados. Quizá, al igual que los fabricantes de municiones y armamento, también vendieron su producto al enemigo. Es que un dólar es un dólar, venga de Alemania o de Francia. Pero, de igual manera, también les fue bien con el Tío Sam. Por ejemplo, vendieron treinta y cinco millones de pares de botas de servicio, de ésas con la suela clavada. Había cuatro millones de soldados. La proporción era de ocho pares y algo más por soldado. Durante la guerra mi regimiento sólo recibió un par de botas por soldado. Probablemente, algunas de esas botas existan todavía. Era un buen calzado. Pero cuando la guerra terminó, el Tío Sam contaba con un sobrante de veinticinco millones de pares de botas. Compradas y pagadas. Ganancias registradas e ingresadas.

Sin embargo, había cantidad de cuero sin usar. Así que la gente del cuero vendió a su Tío Sam centenares de miles de sillas de montar McClellan para la caballería. ¡El problema era que no había caballería estadounidense en ultramar! Claro, alguien tenía que deshacerse de ese cuero. Alguien tenía que obtener una utilidad de él, así que tuvimos muchas de esas sillas de montar McClellan. Probablemente todavía las tengamos.

De igual forma, alguien tenía montones de malla para mosquiteros. Vendieron a tu Tío Sam veinte millones de estas mallas de mosquiteros para el uso de los soldados en ultramar. Supongo que se esperaba que los soldados se las colocaran encima mientras intentaban dormir en trincheras fangosas, una mano rascándose las espaldas llenas de piojos y la otra haciendo pases a ratas escurridizas. Pues bien, ¡ninguna de esas mallas de mosquitero llegó a Francia!

De cualquier manera, estos creativos fabricantes se aseguraron que ningún soldado se quedara sin su malla de mosquitero, por lo que le vendieron al Tío Sam cuarenta millones de yardas adicionales de malla de mosquitero.

Se obtuvieron utilidades bastante buenas con los mallas de mosquitero en esos días de la guerra, incluso si se considera que no había mosquitos en Francia.

Supongo que si la guerra hubiera durado un poquito más, los emprendedores fabricantes de malla para mosquiteros habrían vendido a tu Tío Sam un par de cargamentos de mosquitos para introducirlos en Francia, de manera que se comprase más mallas para mosquiteros.

Los fabricantes de aviones y motores sentían, también, que debían obtener sus justas utilidades de esta guerra. ¿Por qué no? Todos los demás estaban recibiendo las suyas. Así que el Tío Sam gastó mil millones de dólares –cuéntenlos si viven lo suficiente– en construir aviones y motores de aviones ¡que nunca despegaron! Ni un avión, ni un motor, de los comprados con los mil millones de dólares, entró en combate en Francia. A pesar de ello, los fabricantes obtuvieron pequeñas utilidades de treinta, cien, o quizá trescientos por ciento.

El costo de fabricación de la ropa interior para los soldados era de catorce centavos y el Tío Sam pagó de treinta a cuarenta centavos, una pequeña y agradable utilidad para el fabricante de la ropa interior. Los fabricantes de medias, uniformes, gorras y cascos de acero, todos ellos, obtuvieron sus utilidades.

¿Por qué, cuando terminó la guerra, unos cuatro millones de juegos de equipo –mochilas y las cosas que van dentro de ellas– abarrotaban los almacenes en este lado [del Atlántico]? Hoy están siendo desechados porque han cambiado las regulaciones sobre lo que debe ser su contenido. Sin embargo, los fabricantes recibieron sus utilidades de tiempos de guerra y harán lo mismo la próxima vez.

Durante la guerra surgieron muchas ideas brillantes para obtener utilidades.

Un patriota muy versátil vendió al Tío Sam doce docenas de llaves de cuarenta y ocho pulgadas. Eran llaves muy simpáticas. El único problema era que sólo había una tuerca lo bastante grande que requiriese este tipo de llave. Ésta era la tuerca que sujetaba las turbinas en las cataratas del Niágara. Bien, después que el Tío Sam compró las llaves y el fabricante se metió las utilidades al bolsillo, las llaves fueron colocadas en coches de carga y paseadas por todo Estados Unidos en un esfuerzo por encontrar uso para ellas. La firma del Armisticio fue un golpe desolador para el fabricante de las llaves. Éste estaba por comenzar a producir algunas tuercas que calzaran con las llaves. Una vez fabricadas, planeaba venderlas a tu Tío Sam.

Otro tuvo la brillante idea que los coroneles no deberían movilizarse en automóviles, ni siquiera a caballo. Probablemente alguien haya visto el retrato de Andy Jackson movilizándose en una calesa (4). Bien, para el uso de los coroneles se vendió al Tío Sam ¡seis mil calesas! Ni una de ellas fue utilizada. Pero el fabricante de calesas obtuvo sus utilidades de la guerra.

Los constructores de buques sintieron que algo les debería caer también a ellos. Construyeron muchos buques que produjeron grandes utilidades. Por un valor superior a los tres mil millones de dólares. Algunas de las naves estuvieron bien construidas. Sin embargo, buques hechos de madera, por un valor de seiscientos treinta y cinco millones de dólares ¡nunca flotarían! Las uniones se abrieron y las naves se hundieron. Sin embargo, pagamos por ellas. Alguien se metió las utilidades al bolsillo.

Los estadígrafos, economistas e investigadores han estimado que la guerra costó a tu Tío Sam cincuenta y dos mil millones de dólares. De esa suma, treinta y nueve mil millones se gastaron en los años que duró la guerra. Ese gasto rindió dieciséis mil millones de dólares en utilidades. Así es como veintiún mil personas llegaron a ser millonarios y multimillonarios. Esta utilidad de dieciséis mil millones de dólares no debe ser tomada a la ligera. Es una suma bastante considerable. Fue a parar a manos de muy pocos.

El Comité Nye del Senado, encargado de investigar la industria de las municiones y sus utilidades en tiempo de guerra, a pesar de sus revelaciones sensacionales, apenas arañó la superficie (5).

Aún así ha tenido cierto efecto. “Por algún tiempo” el Departamento de Estado ha venido estudiando métodos para mantener [a EE.UU.] fuera de la guerra. Repentinamente, el Departamento de Guerra informa que tiene un plan maravilloso por presentar. La Administración nombra a un Comité para limitar las utilidades en tiempos de guerra, Comité integrado por los Departamentos de Guerra y Marina, hábilmente representados bajo la presidencia de un especulador de Wall Street. No se conoce a cuánto ascendería ese límite. Hmmm. Posiblemente las utilidades de trescientos, seiscientos y mil seiscientos por ciento de aquellos que con la [Primera] Guerra Mundial transformaron sangre en oro serían limitadas a alguna cifra inferior.

Sin embargo, al parecer el plan no establece ninguna limitación para las pérdidas, es decir, las pérdidas de los que luchan en la guerra. Por lo que he podido comprobar, no existe nada en el esquema que limite la pérdida de un soldado a sólo un ojo, o un brazo, o para limitar sus heridas a una, dos o tres. O para limitar la pérdida de vidas.

Aparentemente, no hay nada en este esquema que disponga que no más del doce por ciento de un regimiento deba ser herido en combate, o que no más del siete por ciento de una división deba perecer en la guerra.

Por supuesto, el Comité no puede ser incomodado con tan insignificantes minucias.


“Liberty Bond” (Bono por la Libertad) por valor de cien dólares. Fue emitido en septiembre de 1918 y perteneció a la cuarta serie de estos bonos, conocida como “Liberty Loan” (Préstamo por la Libertad).

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