sábado, 14 de julio de 2012

Escribe: César Vásquez Bazán
El proyecto aprista original para la Gran Transformación

LA PROPUESTA OLVIDADA
Capítulo II

El Estado Antiimperialista

“Ese Estado que llame Antiimperialista es el que el aprismo propone para Indoamérica. El que exige una nue­va y completa estructura jurídica concorde con la nueva es­tructura económica; o sea el Estado Democrático de los Cuatro Poderes llamado a realizar la obra de desfeudalización y unionismo indoamericano y a representar a la de­mocracia funcional o económica” (TAA, 323).

De acuerdo con la teoría aprista, el poder político arrebatado por el Frente Único a las clases dominantes debería dar paso a la construcción de un nuevo tipo de estado. Haya de la Torre lo denominó Estado Antiimperialista: “No vamos a obtener victoria posible sobre el imperialis­mo sin capturar el poder político, hoy instrumento de opresión, convertible por el APRA en arma de liberación” (AA, 107).

Dicho Estado Antiimperialista se caracterizará por constituir un estado verdaderamente nacional, que lleva adelante la guerra defensiva económica contra el imperialismo (AA, 169). Es una institución “siempre en progreso”, de la etapa de transición hacia el socialismo (AA, 180).

En las propias palabras de Víctor Raúl, el Esta­do Antiimperialista es Estado de defensa (AA, 168) y fortaleza defensiva (AA, 179) de las clases explotadas del país que se independiza del imperialismo. Es el baluarte sostenedor de la victoria (AA, 168) e ins­trumento de liberación de la opresión del imperialismo y del latifundio (CA, 23): “EI Estado deviene, así, el instrumento de lucha, bien o mal usado, de esas tres clases contra el enemigo imperialis­ta que pugna por impedir la consumación revolucionaria. El Estado es, pues, fundamentalmente un instrumento de defensa de las clases campesinas, obrera y media unidas, contra el imperialismo que las amenaza (AA, 166).

Además, el Estado Antiimperialista debe ser Estado de tran­sición. Debe oponer “al sistema capitalista que determina el imperialismo, un sistema nuevo, distinto, propio, que tienda a proscribir el antiguo régimen opresor” (AA, 168). Su tarea consistirá en enrumbar el tránsito de la sociedad ha­cia ese nuevo sistema.

Finalmente, por desplazar del poder a las antiguas clases do­minantes –minoritarias y, por ende, no representativas de la na­cionalidad– el régimen político del frente de clases oprimidas por el imperialismo adquiere la calidad de Estado Nacional: “El Estado aprista, nacionalista o Antiimperialista es la expresión o el organismo de educación, de defensa y de gobierno de las tres clases sociales mayoritarias que el aprismo organiza, vale decir, de la nación. El Estado Apris­ta dejará de ser el Estado feudal, instrumento de las clases terratenientes o gamonales que rige desde la Independen­cia, convertido más tarde en instrumento total o parcial de los imperialismos económicos extranjeros. El Estado Apris­ta que no será ya de tipo retrógrado y extranjerizante, deviene Estado Nacional, social y económicamente represen­tativo de las clases que forman la mayoría de la Nación (TM, 289).

¿Cómo erigir esta organización política de guerra defensiva económica contra el imperialismo? ¿De qué manera iniciar la progresión hacia el nuevo sistema social y asegurar la condición de Estado verdaderamente nacional? Haya de la Torre responde­ría que habría necesidad de crear un sistema de economía nacio­nal planificada; modelar una forma clasista de democracia fun­cional basada en las categorías del trabajo y definir una nueva estructuración del Estado, a partir de la existencia de un poder central –distinto al anterior– y poderes regionales y gobiernos locales descentralizados.

La nueva economía

La definición del sistema económico del Estado Antiimperialista se afirma en la aceptación inicial de dos supuestos.

El primero de ellos entiende que el sistema capitalista es una etapa necesaria e inevitable del progreso de la Humanidad: “El sistema capitalista, del que el imperialismo es má­xima expresión de plenitud, representa un modo de pro­ducción y un grado de organización económicos superiores a todos los que el mundo ha conocido anteriormente… Por tanto, la forma capitalista es paso necesario, periodo inevitable en el proceso de la civilización contem­poránea. No ha de ser un sistema eterno– porque lleva en sí mismo contradicciones esenciales entre sus métodos antitéticos de producción y apropiación–, pero tampoco puede faltar en la completa evolución de alguna sociedad moderna (AA, 18).

El segundo supuesto reconoce que siendo una región atrasa­da, América Latina tendrá que atravesar necesariamente por el capitalismo: “La etapa capitalista debe, pues, cumplirse en nuestros países bajo la égida del Estado Antiimperialista” (AA, 188).

Frente a estas exigencias, Haya de la Torre explicó que la mo­dalidad específica de sistema económico que deberían adoptar nuestros países sería el capitalismo de Estado. De acuerdo con Víctor Raúl, la nueva forma de estructuración permitiría afron­tar tanto el cumplimiento de la etapa capitalista de desarrollo como la “transición hacia una nueva organización social” (AA, 170). El capitalismo de Estado propuesto, a diferencia del experimenta­do en los países europeos avanzados, se constituirá en instru­mento de lucha contra el imperialismo; acabará con las bases económicas de su dominio; liberará a las clases trabajadoras e impulsará el desenvolvimiento de una economía verdaderamente nacional.

Sin embargo, dentro de las tareas del capitalismo de Estado, la fundamental consistiría en sentar las bases económicas del so­cialismo del futuro, a fin de eliminar la posibilidad de dependen­cia del extranjero y suprimir las raíces de la explotación interna. Como decía Víctor Raúl, “la nacionalización de la tierra y de la industria y la organización de nuestra economía sobre las bases socialistas de la producción es nuestra única alternativa. Del otro lado está el camino del coloniaje político y de la brutal esclavitud económica” (AA, 79).

En resumen, “una organización independiente de la producción de nuestros países sobre la base del capitalismo de Estado, se­ñala el camino de resistencia económica al imperialismo y no entorpece nuestra evolución autónoma impidiendo que a la caída de los actuales imperialistas surjan otros y pueda aparecer un nuevo sistema económico de socialización de la producción” (PCPA, 456).

El nuevo sistema se distinguirá por requerir la dirección esta­tal de la economía. Llevará adelante la transformación de las re­laciones de propiedad; industrializará el país y suprimirá la expoliación humana.

El papel director del Estado

El primer rasgo característico de la nueva economía es el papel director que le corresponde al Estado Antiimperialista. De conformidad con la tesis del capitalismo de Estado, esta institución “debe dirigir la economía nacional” (AA, 169) y “centralizar, hasta donde se pueda, el gobierno económico nacional” (AA, 156). A estos efectos, el nuevo sistema económico deberá ser “científicamente planeado” (AA, 168); de esta manera se eliminaría el empirismo, como forma de gobierno. El aprismo siempre pensó que la economía planificada “es la que siguen los partidos y gobiernos con senti­do económico en nuestros días” (Sánchez 1934, 26). La planificación, como mo­dalidad de determinación de los objetivos y metas a lograr en el proceso económico y como método de asignación de recursos, “combate la anarquía de la producción, a fin de evitar las crisis y producir con mayor justicia” (Sánchez 1934, 27).

La transformación de las relaciones de propiedad

La puesta en marcha del capitalismo de Estado implicará al­terar drásticamente las antiguas relaciones de propiedad. La so­cialización de la riqueza y la producción es necesaria en un do­ble sentido: como medida antiimperialista de defensa de la sobe­ranía nacional y como mecanismo garantizador de la consecución de la justicia social.

El cambio de la estructura de propiedad debe realizarse me­diante la nacionalización progresiva de tierras e industrias. Es ésta, justamente, la primera base socialista de la producción.

El concepto de nacionalización

Víctor Raúl reconoció que, por lo menos, existen dos signifi­cados que se le pueden atribuir al vocablo nacionalización.

El primero de ellos, nacionalización en sentido amplio o ge­nérico, se refiere a la acción de afectar el carácter extranjero de la propiedad. Entender la nacionalización de esta manera supone aceptar la posibilidad de nacionalizaciones burguesas, es decir que la propiedad de una empresa extranjera pueda pasar a manos de grupos privados nacionales. En otras palabras, según Haya, no toda nacionalización conduciría a la socializa­ción de la riqueza: “Ante todo nacionalizar –un vocablo que sin duda se presta a más de una interpretación– no es siempre sinó­nimo de socializar. Hay nacionalizaciones socialistas, o me­ramente socializaciones, pero las hay que no afectan a la institución de la propiedad privada sino al carácter extran­jero o no nacional, de la propiedad” (TAA, 339).

La segunda acepción, nacionalización en el sentido específi­co que la entiende el aprismo, se basa en la abolición gradual de la propiedad privada de los medios de producción y circulación de la riqueza y su socialización, es decir su transformación en pro­piedad de toda la sociedad. Este proceso de afectación de la propiedad privada –nacional o extranjera– y transferencia a los sectores populares es lo que Haya de la Torre denominó “contralor progresivo de la produc­ción y circulación de la riqueza” (AA, 169, 171). Al respecto, El Antimperialismo y el APRA prescribe que “la producción debe socializarse” (AA, 78). También en Treinta años de aprismo se afirmó que “no se trata de rescatar aquellas empresas de manos ex­tranjeras, sino de socializarlas, es decir, de expropiarlas y entregarlas a la nación representada por el Estado” (TAA, 339).

La ansiada socialización de los medios de producción y circulación de la riqueza se lograría a través de medidas de estatización, por un lado, y cooperativización por el otro, previstas en distintos capítulos de El Antimperialismo y el APRA. Así, en el capítulo tercero de esta obra, Haya estableció la nece­sidad de la “nacionalización socialista de la producción” (IAA, 157): “La primera actitud defensiva de nuestros pueblos tiene que ser la nacionalización de la riqueza arrebatándola a las garras del imperialismo. Luego, la entrega de esa riqueza a quienes la trabajen y la aumenten para el bien colectivo: su socialización progresiva bajo el contralor del Estado Defen­sa y por el camino de un vasto cooperativismo... He ahí el ideal” (AA, 110).

Asimismo, Víctor Raúl reiteró en el capítulo sexto: “El cooperativismo, la nacionalización de la tierra y de toda la industria que sea posible nacionalizar... He ahí las primeras tareas en el orden interno para los apristas de ca­da país” (AA, 156).

El Cuadro 3 trata de resumir el concepto aprista de nacionalización. Su lógica fue confirmada por Víctor Raúl en Treinta años de aprismo: “La nacionalización aprista se inclina a la estatización a través de corporaciones de fomento –de acuerdo con el mecanismo del Estado Democrático de los Cuatro Poderes– y del estímulo del cooperativismo agrícola e indus­trial, pero respeta y garantiza la propiedad privada, como en México” (TAA, 342).

Los sectores de propiedad

De acuerdo con la doctrina aprista, el nuevo sistema de eco­nomía nacional se estructuraría a partir del reconocimiento de dos grandes sectores de propiedad: el socializado y el privado.

El sector de propiedad socializada

Ésta es el área prioritaria de propiedad dentro del nuevo Es­tado. En su ámbito se pueden distinguir dos sub-sectores: el estatal y el cooperativo.

La propiedad estatal

El primero de ellos se refiere al establecimiento de la propiedad capitalista de Estado como una de las consecuencias de la “nacionalización progresiva de la riqueza”. En Treinta años de aprismo, Víctor Raúl explicó con precisión: “La nacionalización progresiva de la riqueza puede en­tenderse como el dominio, el condominio, o el contralor y vigilancia estatal, según los casos, de ciertas fuentes de riqueza; en especial aquellas que al ser poseídas por empre­sas extranjeras resultan a través de éstas, en manos de los gobiernos a cuyas nacionalidades aquellas empresas perte­necen” (TAA, 342).

¿Qué ramas económicas abarcaría esta primera modalidad de propiedad socializada? Víctor Raúl no contestó esta pregunta en forma directa; lo hizo en forma indirecta al tratar el sistema jurídico de defensa del Estado Antiimperialista. Utilizó para el efecto “ciertas palabras interesantes” de Trotsky: “Un Estado que tiene en sus manos una industria nacio­nalizada, un monopolio del comercio exterior y un monopolio de la aceptación de capitales extranjeros, por un campo de la economía o por otro, por este solo hecho, contro­la ya una rica fuente de recursos cuya combinación puede hacer más rápida su evolución económica” (AA, 192-193).

El Plan de Acción Inmediata o Programa Mínimo de 1931 fue mucho más explícito. En principio, “la industria nacionalizada en manos del Estado” sería la industria extractiva: “Orientaremos nuestra política, en forma de alcanzar en un futuro próximo, la nacionalización de la industria extractiva” (PA, 19).

Asimismo, dentro del plan aprista de reforma agraria (PA, 73) el Estado podría socializar la propiedad de la tierra, sea que esté en manos extranjeras o nacionales: “Expropiaremos, pagando su valor justipreciado, a aque­llos fundos que el Estado estime conveniente, sea por exce­siva extensión, explotación indirecta, hipotecas no redimi­bles, ubicación inmediata a los grandes centros de consu­mo, etc., y los dedicaremos preferentemente a la producción de los artículos que reclame el mercado interno” (PA, 18).

También serían de propiedad estatal, empresas industriales estratégicas, – “organizaremos industrias de carácter básico por el Es­tado” (PA, 17)– instituciones bancarias, –“fundaremos un Banco de la Nación, con filiales indus­trial, minera y agrícola, que atenderá preferentemente al pequeño productor nacional” (PA, 17)– empresas de seguros, –“nacionalizaremos progresivamente el Seguro” (PA, 17)– y los medios de transporte: “nacionalizaremos progresivamente los medios de trans­porte” (PA, 17).

La propiedad cooperativa

La edificación del nuevo sistema de economía nacional impli­caría la promoción de un vasto cooperativismo: “El capitalismo de Estado es una solución a la que debe­mos tender y una de sus formas de aplicación más factible es el cooperativismo integral, de producción y de consumo... Dentro de un plan económico nacional, organizado por el Estado y orientado hacia la mayor elevación de la productividad dentro del país, el cooperativismo constituye un efectivo auxiliar. En la agricultura, en la industria, en el comercio, el cooperativismo es un factor de gran fuerza. No sólo porque impulsa decisivamente el sistema económi­co del país, sino porque educa económicamente al pue­blo” (PCPA, 467).

Tal como se planteó en El Antimperialismo y el APRA, “ha de ser indispensable en el nuevo tipo de Estado la vasta y científica organización de un sistema cooperativo nacionalizado” (AA, 171).

La cooperativización de la producción –fórmula de inspiración marxista– fue propuesta por el APRA como alternativa frente al capitalismo. Marx entendió que ése debería ser el rol del sistema cooperativo: “Ahora bien, si la producción cooperativa ha de ser algo más que una impostura y un engaño; si ha de sustituir el sistema capitalista; si las sociedades cooperativas unidas han de regular la producción nacional con arreglo a un plan común, tomándola bajo su control y poniendo fin a la constante anarquía y a las convulsiones periódicas, conse­cuencias inevitables de la producción capitalista, ¿qué será eso entonces, caballeros, más que comunismo, comunismo realizable?... Las fábricas cooperativas de los obre­ros mismos son, dentro de la forma tradicional, la primera brecha abierta en ella, a pesar de que, donde quiera que existen, su organización efectiva presenta, naturalmente, y no puede por menos de presentar, todos los defectos del sistema existente. Pero dentro de estas fábricas aparece abolido el antagonismo entre el capital y el trabajo, aunque, por el momento, solamente bajo una forma en que los obreros asociados son sus propios capitalistas, es decir, em­plean los medios de producción para valorizar su propio trabajo. Estas fábricas demuestran cómo al llegar a una de­terminada fase de desarrollo de las fuerzas materiales pro­ducidas y de las formas sociales de producción adecuadas a ellas, del seno de un régimen de producción surge y se de­sarrolla naturalmente otro nuevo. Sin el sistema fabril deri­vado del régimen capitalista de producción no se hubieran podido desarrollar las fábricas cooperativas, y mucho me­nos sin el sistema de crédito, fruto del mismo régimen de producción (Marx s/f, 301-302; Marx 1975, 418-419).

En el plan aprista, las cooperativas se ubicarían en la agricultura –“Fomentaremos la pequeña propiedad y la creación de haciendas colectivas y cooperativas agrarias, con el regla­mentado apoyo técnico y económico del Estado” (PA, 18)–; en la minería –“Estableceremos el cooperativismo minero con la im­plantación de centrales de beneficio y oficina central de consignación de minerales” (PA, 20)–; en la construcción –“Fomentaremos la creación de una o varias compañías de base cooperativa con participación del Estado, las cuales mediante la licitación de las obras públicas, se encarguen de su realización” (PA, 26) y en las esferas del crédito y el consumo –“Fomentaremos las cooperativas de crédito, de produc­ción y de consumo” (PA, 17)–.

La propiedad privada

Desde el momento que el aprismo reconoce la necesidad de cumplir la etapa capitalista, tiene que aceptar la supervivencia –por algún tiempo más, no precisado– de la propiedad privada. Víctor Raúl explicó sobre el particular: “El Programa del Aprismo, aprobado por el primer Congreso Nacional del Partido en 1931, antes de las elec­ciones, también establece: a) respeto al derecho de propie­dad; b) reconocimiento de la necesidad de capitales extran­jeros para el desarrollo del país. Aboga por una distinción entre capital extranjero e imperialismo extranjero y señala que mientras el primero es indispensable para el progreso del país, el segundo es una amenaza para su soberanía” (YDGQ, 200).

Empero, si bien perdurará, el sector privado, nacional o ex­tranjero, será sometido a permanente e intensa fiscalización es­tatal. De acuerdo con el Programa Mínimo de 1931, incluido en Política aprista, (PA, 16), el Estado, entre otras acciones, controlaría las condiciones de producción, precios de venta y utilidades de las empresas; reprimiría las maniobras especulativas de monopolios y oligopolios; supervigilaría las actividades de la industria y el comercio; reformaría la legislación bancaria; revisaría las tarifas de los servicios públicos y privados; reglamentaría los alquileres y garantizaría a los trabajadores un régimen justiciero de sa­larios y condiciones de empleo (PA, 11-29).

Desde este punto de vista tienen to­tal razón aquellos que afirman que el APRA es controlista. No cabe duda alguna: el sector privado existirá mucho tiempo más aún, estrictamente fiscalizado por el Estado Antiimperialista.

La propiedad privada nacional

La empresa privada nacional gozará de la promoción técnica, instrumental y económica del Estado a cambio de hacer partícipe a éste de una fracción de su capital accionario y del mantenimiento de adecuadas relaciones laborales: “La agricultura, la minería, la industria y el comercio nacionales gozarán de la cooperación del Estado, si ella es necesaria, en el orden técnico, instrumental y económico, a cambio de pagar esa contribución en acciones y garantizar un régimen justiciero de jornales y jornadas a los empleados y obreros” (PA, 15).

La propiedad privada extranjera

Según El Antimperialismo y el APRA, existirá dentro de la estructura de propiedad de la sociedad de transición un sub-sec­tor de propiedad extranjera, fuertemente controlado por el Es­tado Antiimperialista: “La síntesis aprista enuncia que mientras subsista el pre­sente orden económico en el mundo, hay capitales [extran­jeros] necesarios y buenos y otros innecesarios y peligro­sos. Que es el Estado y sólo él –el Estado Antiimperialista–, el que debe controlar las inversiones de capitales bajo estrictas condiciones afirmadas en la necesidad que obliga al capital excedente de los grandes centros industriales a emigrar” (AA, 188).

En otras palabras, no se trata de prescindir del ca­pital extranjero. Más bien, lo que se busca es utilizarlo en prove­cho del desarrollo nacional y subordinado al sistema de transi­ción del Capitalismo de Estado: “Lo que el aprismo considera ruinoso para el Perú es que en nombre de nuestra necesidad de capitales extranje­ros, el país se convierta en un esclavo de ellos, y en vez de servirse del capital extranjero para su progreso no sea sino su servidor... Un país sin economía propia y sujeto única­mente a la dependencia del capital extranjero, no es más que una colonia” (PCPA, 466).

Dotando de contenido efectivo a la elaboración ideológica, el Plan de Acción Inmediata de 1931 estableció un conjunto de medidas programáticas para someter al capital extranjero a las condiciones de contratación del Estado Antiimperialista. Entre estos puntos, puede señalarse el dictado de legislación especial sobre inversiones y rentas del capital extranjero, el control y restricción de la exportación de capita­les, la gestión de condiciones menos onerosas para el servicio de los empréstitos que pesan sobre la economía, el reajuste de la deuda externa, y la anulación de los monopolios concedidos a particulares y de aquellos contratos lesivos para la soberanía nacional (PA, 16-17).

La industrialización

La segunda base socialista de la producción se establece por la vía de la industrialización y la producción mecanizada en todas las ramas y sectores de la economía nacional. Víctor Raúl fue explícito al afirmar que “el socialismo no puede imponerse mientras el indus­trialismo no haya cumplido su gran etapa histórica” (IAA, 157). Con posterioridad, Haya de la Torre precisó: “Superar nuestro retraso; liquidar la etapa feudal; tecnificar al máximo nuestra producción; establecer industrias que ayuden a levantar nuestro nivel de vida y las condicio­nes de trabajo del pueblo trabajador hasta poner término a nuestra inferioridad social y a nuestro colonialismo econó­mico, son los eminentes objetivos del aprismo” (PA, 40).

El requisito de la industrialización –con el consecuente creci­miento y afirmación de la clase obrera– es el que obliga al país a cumplir la etapa capitalista de desarrollo: “Si Indoamérica vive aún las primeras etapas del indus­trialismo que debe continuar necesariamente su proceso; si no tenemos aún definitivamente formada la clase prole­taria que impondría un nuevo orden social y si debemos liberarnos de la dominación subyugante del imperialismo, ¿por qué no construir en nuestra propia realidad, tal cual ella es, las bases de una nueva organización económica y política que cumpla la tarea educadora y constructiva del industrialismo, liberada de sus aspectos cruentos de explotación humana y de sujeción nacional?” (AA, 22-23).

La supresión de la explotación humana

La tercera y última base socialista de la producción es la su­presión progresiva de la explotación del hombre por el hombre. Como recordaba Víctor Raúl, “no hay tratadista jurídico que no reconozca que la ex­plotación del hombre por el hombre es una injusticia” (PHT, 294).

En un párrafo de la célebre Carta a Mendoza, Víctor Raúl señaló el esencial rasgo explotador del capitalismo, al cual el APRA se oponía radicalmente: “El imperialismo es el capitalismo en su forma más mo­derna y el capitalismo es la explotación en su forma más refinada, y si nosotros no combatimos al imperialismo, en­tonces no combatimos al capitalismo, y si no combatimos al capitalismo, entonces no luchamos contra la explotación, y si no luchamos contra la explotación no tenemos derecho de llamarnos ni socialistas, ni comunistas, ni revo­lucionarios. El APRA es Antiimperialista porque es anticapitalista” (PHT, 261).

El Estado Antiimperialista suprimirá la explotación humana llevando adelante tres acciones simultáneas: la socialización de la riqueza por la implantación del capitalismo de Estado; la dig­nificación del trabajo productivo por el mejoramiento material de la fuerza laboral y la difusión de la educación popular.

A fin de llenar el primer requisito, dado que en el Estado Antiimperialista se produce la socialización de tierras e industrias, desaparece paulatinamente la propiedad privada sobre los me­dios de producción y, por ende, la explotación del hombre por el hombre. De ahí que Manuel Seoane señalara que en el Estado del fu­turo “no se va a permitir la existencia de clases parasitarias” (Congreso Constituyente de 1931, volumen I, 352).

En referencia a la segunda estipulación, el Programa Mínimo de 1931 defendió la necesidad de elevar la calidad de vida de los trabajadores: “Fijaremos como finalidades del Estado, garantizar la vi­da, salud, bienestar moral y material de las clases trabaja­doras, procurando abolir, según lo permitan las circunstan­cias y de una manera gradual y paulatina, la explotación del hombre por el hombre” (PA, 12).

Haya de la Torre siempre tuvo presente la anterior exigencia: “El trabajador necesita nutrición, habitación y vestido, buenos, sanos y tantos como los exija su necesidad. El brazo bien nutrido produce mejor. La emancipación material y espiritual del trabajador son cuestiones que interesan, pues, a la humanidad y por eso, luchar por ella, es luchar por el progreso humano. Sí la riqueza es en primer término producción, ¿cómo abandonar y oprimir al productor? (PCPA, 458).

En 1945, Haya insistiría nuevamente en la necesidad de mejorar las condiciones materiales de vida de la población: “volvemos, claro está, al postulado aristotélico: prime­ro, comer, vestirse, alojarse y educarse, que forma el ABC, desde hace dos mil quinientos años, de toda formulación de buen gobierno” (DI, 381).

En esta prédica, Víctor Raúl nunca olvidaría la dura realidad del campesino peruano. Frente a lo que en ese tiempo se llamó el problema del indio expresó: “Creo que el problema fundamental en el Perú, por ejemplo, reside en la humanización, digamos así, de cua­tro millones de hombres, aproximadamente, bestializados por un sistema económico criminal” (PEAL, 85).

En otra oportunidad, Haya utilizó la didáctica sencillez de una afirmación periodística para recordar sus intenciones: “Un periodista norteamericano me preguntó: ‘Dígame en seis palabras qué quiere el aprismo, para ponerlo como slogan en un diario de New York’. Le contesté: ‘Diga usted esto: Nosotros aspiramos a ponerle zapatos y medias a seis mi­llones de peruanos” (TM, 358).

Asimismo, ya con setenta y nueve años a cuestas y celebrando el Día de la Fraternidad de 1974, Víctor Raúl persistiría en reivin­dicar el gran ideal igualitario: “No dividamos al país entre los que no saben porque no pueden pagar escuelas, colegios y universidades y los que saben porque tienen el privilegio de las condiciones económicas que les permiten conseguir esos beneficios; nosotros queremos una democracia que iguale a los hombres en sus puntos de partida, que iguale a los hombres en sus dere­chos esenciales a la vida, nutrición, educación, capacitación… (DII, 428-429).

El tercer requisito es el de difundir la educación popular y elevar el nivel de preparación cultural y técnica de los trabajado­res. Recuérdese que Haya de la Torre siempre se enorgulleció de haber sido maestro antes que político: “¿Creerá usted que el principio de mi definición revolu­cionaria devino de mi campaña por la educación popular?” (CA, 76).

Víctor Raúl entendió que el Estado Antiimperialista deberá instituirse en un verdadero organismo de educación integral para los grupos desposeídos. El nuevo Estado debería ser “un Estado-educador, un Estado-escuela, un Estado-do­cente y reivindicador que supera la etapa del Estado-pa­triarca gobernado como un latifundio, o la del Estado-mili­tar gobernado como un cuartel” (TM, 289).

No podría edificarse el Estado Antiimperialista de no cumplir­se previamente esta tarea. Por eso, Haya de la Torre recordaba que “el aprismo quiere cumplir la etapa democrática, orga­nizar constructivamente el Estado, educar, mejorar capa­citar y defender a las clases productoras del país” (PCPA, 449). De ahí que “la educación de los pueblos, es una de las imposiciones más evidentes de la nueva economía” (PCPA, 479).

Para implantar esta base socialista de la producción sería me­nester ejecutar una amplia revolución educativa: “No hay desarrollo posible si no hay también paralelamente la revolución educativa” (DII, 345). Los objetivos de dicha transformación serían básicamente económicos: “En el orden educacional, el aprismo plantea la educación para el trabajo y por el trabajo, libre, gratuita y gene­ral, laicalizándola y tomando el Estado su monopolio” (Partido Aprista Peruano 1931, 3-4).

En Política aprista Víctor Raúl anotó: “Tenemos que orientar nuestra educación de acuerdo con nuestra economía. Tenemos que preparar los hombres para el trabajo y por el trabajo. Tenemos que establecer formas de educación práctica, de un carácter técnico, de un carácter actual, de un carácter moderno, de un carácter integral. Una educación pública formada en la escuela úni­ca, que acabe con las diferencias que hoy existen estableci­das por las escuelas primarias privadas y las escuelas prima­rias del Estado. La Escuela única del Estado es, sin duda, una medida conducente a la formación de la conciencia nacional y a la formación de un buen concepto de la polí­tica y del trabajo en el país” (PA, 76).

A estos altos fines contribuiría la gratuidad de la enseñanza: “La gratuidad de la enseñanza es una reivindicación eco­nómico-social tan poderosa y tan decisiva como la de mejorar las condiciones materiales del hombre. Porque quien cambia su situación por obra de la educación, cambia tam­bién su posición y su nivel social” (DII, 398).

Sin embargo, esto no bastaría. Si se aspira llevar adelante esa revolución –reforma integral de la educación decía el Programa Mínimo de 1931– tendrían que superarse las condiciones de mi­seria popular generadas por el capitalismo dependiente: “Todos sabemos que los esfuerzos del más generoso edu­cador moderno, lleno de nuevas ideas, se estrellarán contra la realidad de un sistema que divide a los hombres en dos grandes clases de vida. Una educación integral no puede conseguirse sin ciertas condiciones materiales, no sólo en las escuelas, sino en los hogares” (CA, 74).

Víctor Raúl recordaría que “El problema técnico de la Pedagogía, tiene un límite: el límite de las condiciones económicas del actual sistema social. La Pedagogía que proclame un método de educación integral, tendrá que proclamar también su rebelión contra las condiciones económicas actuales. Si estamos de acuerdo en que la Pedagogía se cumple a medias entre el hogar y la escuela, el niño no podrá ser educado en una es­cuela magnífica, levantada por cualquier Estado capitalista y poderoso, al mismo tiempo que su hogar es triste, misera­ble e insalubre... El pedagogo mejor será aquel que luche por derribar este sistema económico establecido por el capitalismo, en nombre del derecho de los niños” (CA, 74-75).

Por eso, “la educación moderna tiene que ser, pues, el resultado de una sociedad moderna, de una moderna organización” (CA, 76).

La nueva democracia

En el Estado Antiimperialista regiría a cabalidad una nueva democracia. Haya de la Torre formuló serios reparos a la demo­cracia formal y planteó la necesidad de implantar una República de Trabajadores cuyo régimen político sería el de una forma clasista de democracia funcional.

La crítica a la democracia formal

Desde sus orígenes, el APRA expresó insatisfacción respecto a la democracia formal –aquella limitada a un sentido estricta­mente jurídico– a la que calificó como inefectiva y deficiente. El Partido Aprista así lo afirmó en su Manifiesto de febrero de 1932: “La democracia pura, liberal, exclusivamente política, es la que caracteriza a los Estados en los que solamente se ve­la por la igualdad nominal de los hombres ante la ley, mo­vidos por un gaseoso ideal de la libertad individual y nacio­nal” (PA, 43).

Sin embargo, la constatación fue más allá, al reconocer el aprovechamiento que de tal democracia hacían las clases explo­tadoras: “Una tesis tan absurda como la del sufragio universal, tal como se practica en la mayor parte de nuestros pueblos... resulta siempre en beneficio único para la clase y grupos oligárquicos dominantes” (AA, 189).

Manuel Seoane complementó la aseveración, haciendo explí­citas algunas de las causales que viciaban no tanto la forma sino, más bien, el fondo de los procesos electorales. El Cachorro, con su aguda expresividad, las llamó “factores y resortes”: “La democracia cuantitativa, que se apoya en el indivi­duo tomándolo como cifra, permite la presencia y el ejer­cicio de una serie de resortes que tienden a constreñir la acción de las clases trabajadoras. En efecto, se moviliza por los conservadores y en su favor el peso de la cultura, llá­mese hábito o tradición; el peso de la prensa que está gene­ralmente en manos del gran capitalismo y el dinero, que se reparte a manos llenas en las campañas electorales aunque después se esconda en el fondo de los bolsillos. Todos son factores y resortes que inclinan casi siempre la victoria electoral cuantitativa en contra de los intereses de las clases trabajadoras, a pesar de que éstas son mayoría” (Seoane 1984, 121).

Empero, debe notarse que la crítica desarrollada a la demo­cracia formal no llevó al APRA a rechazar el sistema democráti­co. Manuel Seoane, nuevamente, abordaría el problema: “No ha fracasado precisamente la democracia. Lo que ha fracasado, según lo prueba la experiencia universal, es el sistema representativo utilizado actualmente por la ma­yor parte de las democracias” (Seoane 1984, 121).

Adicionalmente, en textos como La verdad del aprismo (1940) y en los discursos en los Días de la Fraternidad de 1974 y 1976, Haya de la Torre calificó a la democracia practicada en el Perú como democracia “burguesa”, “clasista de tipo británico o francés”, “decimonó­nica”, “de número”, “oligárquica”, “civilista”, “clásica”, “falsi­ficada”, “burlada” y “comerciada” (TM, 279; DII, 428, 467).

De acuerdo al pensamiento de Víctor Raúl, las razones del fracaso de la democracia tradicional radican en que la teórica igualdad de los hombres ante la Ley no ha bastado para superar la inequidad social, consecuencia de las diferencias de los hombres ante la economía. De ahí la exigencia de construir la nueva democracia funcional: “Constituimos la expresión política de las clases trabaja­doras integradas en un partido. Estas clases consideran que sus propósitos reivindicatorios de carácter económico no han podido ser canalizados a través de la democracia actual” (Seoane 1984, 121).

La República de Trabajadores

En aplicación del materialismo histórico, la doctrina aprista entiende que la superestructura política se apoya en la base económica y ésta, a su vez, se funda en el trabajo. Por tal razón, el régimen político del Estado Antiimperialista deberá ser el de una República de Trabajadores, representativa del frente único de las clases productoras y medias: “Hacia la reorganización científica del Estado por la de­mocracia funcional, hacia la victoria de la Justicia Social por la afirmación de la República de los trabajadores manuales e intelectuales” (PA, 146).

Guardando coherencia con esta declaración de principios, la Célula Parlamentaria Aprista sustentó la tesis de la República de Trabajado­res en el debate constitucional de 1931. La redacción propues­ta por el APRA fue la siguiente: “El Perú es una República de Trabajadores, democrática y descentralizada. El Poder del Estado emana y reside en el pueblo organizado funcionalmente y se ejerce por los funcionarios que lo representan con las limitaciones que la Constitución y las leyes establecen. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar y modificar la forma de gobierno” (Congreso Constituyente de 1931, volumen I, 346).

La propuesta de norma constitucional contiene algunos ras­gos que deben ser ponderados en su importancia.

El primero de ellos se refiere a la definición del Perú como una República de Trabajadores, asentando así la primacía del trabajo humano en la nueva estructuración política que el aprismo impulsaría para el país. En otras palabras, al ser República de Trabajadores, el Estado aprista no sería un Estado clasista democrático-burgués, de corte europeo o norteamericano: “Un Estado Antiimperialista no puede ser un Estado ca­pitalista o burgués del tipo del de Francia, Inglaterra o los Estados Unidos” (AA, 167-168).

Aclarando más estos conceptos, Víctor Raúl afirmaría: “Si el Estado Antiimperialista no se apartara del sistema clásico del capitalismo y alentara la formación de una clase burguesa nacional, estimulando la explotación individualis­ta e insaciable –amparada en los enunciados clásicos del demoliberalismo–, caería pronto en el engranaje imperia­lista del que ningún organismo nacional burgués puede es­capar” (AA, 170-171).

Sin embargo, el Estado Antiimperialista tampoco sería el Es­tado clasista proletario o el Estado “ídolo” del totalitarismo fascista. El Estado Antiimperialista, simplemente, sería el Estado de participación del frente único de trabajadores manuales e in­telectuales: “Nosotros los apristas propiciamos un nuevo tipo de Es­tado, basado no sólo en el ciudadano como cantidad sino en el ciudadano como calidad. Por eso nuestro Estado tenderá a ser un Estado de participación de todos aquellos que en una forma o en otra contribuyan con trabajo, es decir, a la formación de la riqueza nacional” (PA, 68).

El segundo atributo que merece destacarse es la calidad democrático-funcional de la República de Trabajadores, coheren­te con la elaboración ideológica del Partido. Al respecto, Haya de la Torre afirmó: “El aprismo es democrático pero con un criterio cua­litativo económico y por eso, aceptando la gran inspira­ción libertaria de la democracia, preconiza una democra­cia funcional, económica y social, de tipo nuevo y caracte­rísticamente indoamericanas” (TM, 279).

Finalmente, téngase en cuenta el carácter descentralizado que tendría el régimen político del futuro. Abordaremos esta temática más adelante.

La democracia funcional

Dentro de la concepción aprista se entiende que todo proceso de cambio social verdadero exige el insoslayable requisito de la intervención de las masas en la gestión de los asuntos vitales de la nación. Éste es, justamente, uno de los indicadores más diáfa­nos del carácter revolucionario del esfuerzo de transformación.

A fin de viabilizar esa participación, el aprismo postuló la te­sis de la democracia funcional; ella debería regir el devenir del Estado Antiimperialista. Categoría básica de su propuesta polí­tica, “piedra angular de la vida del Estado” (PCPA, 469), la democracia funcional fue diseñada teniendo como referentes la visión ma­terialista de la historia; la critica a la democracia formal y la de­fensa del ideal de la República de Trabajadores. En la termino­logía aprista fue llamada de distintas maneras. Entre ellas se pueden señalar las de “forma clasista de democracia funcional o económica” (AA, 177); “democracia funcional basada en las catego­rías del trabajo” (AA, 171); “democracia económica” (PA, 43); “democracia social o funcional de izquierda” (PA, 44) y “democracia verdadera” (PA, 43).

La democracia funcional se define como el régimen de parti­cipación política del nuevo Estado en el cual el poder será de­tentado por las clases explotadas, es decir los trabajadores ma­nuales e intelectuales. El objetivo de la democracia funcional es el de alcanzar la justicia social con libertad –conceptos inse­parables para el aprismo– asegurando la participación del traba­jador en la vida del Estado de acuerdo a su función personal y colectiva en la economía nacional.

Haya de la Torre reiteraría permanentemente estas ideas. Por ejemplo, en el Día de la Fraternidad de 1974 afirmaría: “Por eso es que nosotros queremos democracia y quere­mos que la democracia se reforme también, queremos darle a la democracia un sentido nuevo, sacarla del estatismo tradicional de democracia clasista u oligárquica, civilista como la llamamos nosotros desde que el Partido se fundó. Nosotros queremos una democracia funcional, económica, social, política, representativa y cooperativa, queremos una democracia de acción porque la democracia es, originaria­mente, un movimiento de los pobres, un movimiento de los desposeídos para conseguir por medios legales todos los de­rechos a los cuales tienen la posibilidad de alcanzar, por los caminos de la justicia” (DII, 428).

Y en el Día de la Fraternidad de 1976 recordó que los apristas “queremos al mismo tiempo, –y es voluntad del Parti­do–, que se considere como derecho fundamental del pue­blo, que se establezca una verdadera democracia, no la que ellos [el gobierno militar] tildan de tradicional, sino la que nosotros propusi­mos desde 1931; una democracia activa, dinámica y de ve­ras revolucionaria que es la democracia de los trabajadores manuales e intelectuales con pleno derecho a expresar su opinión y su voto” (DII, 467).

La organización funcional

De acuerdo con Haya de la Torre, la estructura del nuevo Es­tado debería sustentarse en la organización funcional de la so­ciedad: “La base de un Estado que oriente su acción a la defen­sa, organización y progreso de la economía nacional, tiene que basarse en lo que económicamente hemos de llamar las fuerzas vivas del país. No creo que podamos hallar forma de organización política mejor para tal fin que la democra­cia funcional. Vale decir... la representación dentro del Estado de todas las fuerzas sociales que forman la base de la economía nacional, teniendo en cuenta su aporte económi­co dentro de la colectividad. La representación funcional resulta así nuestro corolario político. Sobre esa base... se erige el programa de gobierno que es ante todo, plan económico, tarea organizada” (La Noche, 10-11).

A su vez, la democracia funcional reconocería como basa­mento cualitativo las distintas categorías del trabajo humano, es decir, los roles diferenciados que asumen los hombres en la pro­ducción: “Una democracia basada en el trabajo, implica la previa clasificación de éste, partiendo de su división fundamental en manual e intelectual y continuando en su estricta espe­cificación de acuerdo con la realidad económica y social de la Nación en que el sistema se establece” (PA, 103).

Muchos años después, Haya seguiría insistiendo en la idea. Así, en el discurso por el Día de la Fraternidad de 1976, Víctor Raúl recordaría: “Tenemos que reivindicar a la democracia auténtica, no a la falsificada, a la burlada, a la comerciada; que esos son vicios y faltas de la oligarquía. Tenemos que restaurar una democracia tal como nosotros la hemos propuesto: Democracia de hombres según su categoría de trabajo. Democra­cia que se institucionalice en una nueva forma de entidades representativas que tengan como expresión fundamental el Congreso Económico Nacional” (DII, 467).

Si se desea entender el concepto de categorías del trabajo manejado por Víctor Raúl debe examinarse los siguientes textos en los que se aplica la tesis de la democracia funcional a la organización del partido Antiimperialista: “El aprismo es un partido de fuerzas económicas, productoras y distribuidoras... Su organización descansa en los sindicatos apristas, como expresión de las fuerzas organizadas políticamente... El aprismo tiene una organización vertical sindical que es opuesta también a la organización sindical horizontal y corporativista del fascismo y al horizontalismo cuantitativo de la democracia clásica. El aprismo organiza sus fuerzas sociales por ramas económi­cas y de acuerdo con lo que aquellas aportan a la economía nacional (producción, circulación, distribución y consumo de la riqueza)” (Partido Aprista Peruano 1931, 3-4; TM, 286-287).

Se puede deducir, entonces, que las categorías del trabajo en la democracia funcional se establecerán de acuerdo a las diferen­tes ramas y esferas de intervención en la economía nacional. Ob­viamente, se entiende que el aprismo reconoce todas las ocupaciones y facetas del trabajo humano como importantes y necesa­rias para la vida del Estado. Algo más. Nótese que la democracia funcional no se basa en la corporación de patrones y trabajadores. Por el contrario, el régimen aprista se sustenta en el sindicato de trabajadores; es por definición, un régimen de democracia de trabajadores.

El ciudadano-trabajador

De acuerdo con la tesis de la democracia funcional, son indesligables el carácter del hombre como ciudadano y su función co­mo trabajador manual o intelectual. Por este motivo, las personas dentro del nuevo Estado deberían tener derechos y deberes políticos en tanto ciudadanos y derechos y deberes económicos, emanados de su participación en el desenvolvimiento de la economía.

En tanto ciudadano, el ser humano deberá gozar de los dere­chos políticos (libertades democráticas e igualdad ante la Ley, fundamentalmente) y en tanto trabajador, deberá gozar de los derechos económicos (derecho al trabajo y al descanso poste­rior; a la asistencia en la vejez o en la incapacidad; al bienestar, al progreso y a la educación; a ser dueño social de la riqueza que produce; a estar libre de hambre, miseria, injusticia y opresión y a participar en el proceso de planificación, dirección y control de la economía nacional).

El ejercicio de los anteriores derechos políticos y económi­cos, implica el cumplimiento de los respectivos deberes políticos (observancia de las leyes; participación en la defensa nacional; respeto a la vida, salud e integridad ajenas, etc.) y obligaciones económicas (el deber de trabajar, de contribuir al sostenimiento de la sociedad, etc.). La conjugación armónica y equilibrada de derechos y deberes –políticos y económicos– contribuirá a evitar situaciones de anarquía o tiranía, factibles cuando prevalecen únicamente los derechos, en el primer caso, o los deberes, en el segundo.

El predominio real de las mayorías

La democracia funcional se afirma en el predominio de las mayorías trabajadoras y de sus intereses en la vida política de la nación. Desde sus primeros pronunciamientos, el PAP así lo determinó: “El Partido Aprista Peruano implantará la verdadera democracia, porque su triunfo será el comienzo de una nueva era en la que las mayorías, hoy pospuestas y marginadas de los negocios públicos, asumirán su papel director” (Partido Aprista Peruano 1931, 3-4).

El principio quedó registrado como punto programático del Plan de Acción Inmediata de 1931: “Consideraremos que en todo conflicto que se presente entre el derecho individual y la apremiante necesidad de la colectividad, serán privilegiados el derecho a la necesidad de las mayorías” (PA, 12).

Delinear un nuevo tipo de Estado que hiciere respetar la pri­macía de los intereses de las mayorías populares, obligaría al aprismo a replantear el carácter de la democracia. Por eso Seoane recordaba que la razón de ser de la democracia funcional era, precisamente, superar la incompetencia de la democracia formal para reflejar la real voluntad de las masas trabajadoras: “Y entonces es que ha surgido esta otra teoría de no consultar políticamente a los individuos como unidades, porque entonces es fácil dominarlos y torcer la expresión de su voluntad, sino consultarlos en cuanto integran actividades económicas homogéneas, específicas, es decir de fun­ción. Los partidos de clase, que se fundamentan en el tra­bajo y, por consiguiente, en la economía, tienen que preferir esta representación de tipo funcional. La representación que mediante este sistema se alcanza es una representación auténtica, específica y los intereses de la clase trabajadora se encuentran entonces garantizados por la presencia de un personero surgido de ellos mismos, personero que no sólo tiene la voluntad genuina de sus mandantes, sino que cono­ce técnicamente su función” (Seoane 1984, 122).

La limitación del derecho individual

La democracia funcional reconoce el imperativo de subordi­nar el interés individual al colectivo y, por ende, acepta que cier­tas libertades económicas puedan verse limitadas por razones de justicia social, para que no se ejerciten en beneficio de las antiguas clases dominantes ni del imperialismo. En su obra capital, Víctor Raúl enunció: “En el Estado Antiimperialista, Estado de guerra defensi­va económica, es indispensable también la limitación de la iniciativa privada... El Estado Antiimperialista que debe dirigir la economía nacional, tendrá que negar derechos individuales o colectivos de orden económico cuyo uso im­plique un peligro imperialista. Es imposible conciliar –y he aquí el concepto normativo del Estado Antiimperialista– la libertad absoluta individual en materia económica con la lucha contra el imperialismo” (AA, 169-170).

Con convicción, Haya de la Torre planteó que “el uso de la libertad económica debe ser limitado para que no se ejercite en beneficio del imperialismo” (AA, 168).

En una clara demostración que la hegemonía política dentro del Estado Antiimperialista sería detentada por los productores, se especificó que las libertades económicas a limitar serían las de las clases explotadoras y medias: “El Estado Antiimperialista limitará, pues, el ejercicio de uso y abuso –jus utendi, jus abutendi–individuales, coartará la libertad económica de las clases explotadoras y medias” (AA, 170). Por esta razón, Víctor Raúl afirmaría que “el Estado Antiimperialista exige una nueva y completa estructura jurídica concorde con la nueva estructura económica” (AA, 189).

Sin embargo, Haya advirtió que a pesar de estas limitaciones, las clases medias contarían con mayor libertad que bajo la domi­nación imperialista: “Mientras se realiza la evolución al total Capitalismo de Estado –el Estado Antiimperialista es un Estado de transi­ción siempre en progreso–, las clases medias, aún bajo el contralor estatal, han de contar con más seguridad y liber­tad efectivas, que bajo la presión imperialista que las sacri­fica inexorablemente como condición para su crecimiento incesante y monopolizador” (AA, 180).

La nueva arquitectura legal impediría a nacionales o residen­tes en el país contratar la entrada de capital extranjero que no se ajuste a las condiciones del Estado Antiimperialista: “El derecho individual debe ser limitado por las necesi­dades de la colectividad. Un libre contrato de concesión o de venta entre un ciudadano indoamericano y un capitalis­ta yanqui no es un negocio privado. Repitámoslo mil ve­ces: en esa libertad de contratación... radica en gran par­te el problema de la soberanía de nuestros países” (AA, 188).

Debe precisarse que la negación del ejercicio de algunos dere­chos económicos mal usados no afectará la vigencia de los dere­chos políticos inherentes al ser humano (libertad de expresión, de reunión, de prensa, de asociación, etc.).

La tecnificación del Estado

La reorganización del Estado sobre la base de la democracia funcional contribuirá a su tecnificación, al asegurar que cada ciudadano-trabajador se desempeñe y participe en el ámbito de actividad para el que se encuentra mejor preparado. Como pen­saba Víctor Raúl, “por la democracia funcional el Estado deviene regido por los expertos en cada una de las actividades que inte­gran la vida de la Nación” (PCPA, 469).

Ahora bien, como Haya de la Torre siempre tuviera presente que “no hay buen gobierno posible si no se basa en la organización de la economía nacional” (PCPA, 483) surge “la necesidad de políticos capaces, de gobernantes ex­pertos para la América Latina. No basta ser orador ni ser honrado. Es necesario saber. Y saber gobernar supone ante todo saber organizar la economía del país que se gobierna. El gobernante moderno, conservador o liberal, socialista o comunista, tiene el deber ineludible de saber economía” (PCPA, 457).

Sin embargo, el líder aprista reconocería la dificultad de en­contrar economistas comprometidos con el cambio social traba­jando en los gobiernos latinoamericanos: “Como los economistas todavía no han tomado los puestos de generales y políticos profesionales, en los go­biernos, el proceso puede ser lento” (ADVI, 320).

Por esta razón, la democracia funcional aseguraría la partici­pación de los economistas y, en general, de los técnicos necesa­rios para el gobierno científico del país. Se superarían así situa­ciones de improvisación muy propias de la política peruana: “Por la democracia funcional quedará abolido el confu­sionismo técnico que padece nuestra política. Por el cami­no que vamos, no será raro que algún día el ingeniero sea director de hospitales; el abogado, jefe de regimiento; el agricultor, capitán de barco; el médico, vocal de la corte y así sucesivamente. Vivimos en plena usurpación técnica de funciones y cada vez más lejos de la formación del experto. El Estado une a su propia inconsistencia la debilidad de los que pretenden conducirlo” (PCPA, 469).

Y se evitaría caer en graves errores: “No repetiríamos, así, el absurdo de llamar a un perito en finanzas antes que tratar de resolver el problema econó­mico en sí, ni creeríamos que la sabiduría de un Ministro de Hacienda consiste en reducir el Presupuesto” (La Prensa, 1).

En cuanto a la actividad parlamentaria, la democracia funcio­nal daría rápidamente sus frutos: “El empirismo nocivo, el oportunismo confusionista, la fantasía y el afán de aplicar al país lo inadaptable –carac­terísticas de nuestro sistema de legislación actual– se co­rregirían progresivamente, desapareciendo de las prácticas parlamentarias” (PA, 115). De esta manera, “la legislación en todos sus aspectos, sería la obra jurídico-política de un cuerpo funcional en el que primaria el criterio técnico. La dirección exclusivamente política de todo plan legislativo quedará subordinada a las necesidades de la realidad técnicamente interpretadas” (PA, 115).

No hay comentarios:

Publicar un comentario