domingo, 22 de julio de 2012


LA PROPUESTA OLVIDADA
 
 
El ejemplo del finado Fernando Belaúnde Terry, triunfador de dos procesos electorales, señaló el camino político de traición que eligió García Pérez. El Judas Iscariote del aprismo repitió lo que hizo Belaúnde para acceder al poder y permanecer en él. El cilíndrico y malamente enriquecido mandatario participa del mismo estilo de manejo personal y administración de imagen del malogrado político de la lampa, como puede usted apreciar en el vídeo y textos que presentamos.
El ejemplo del finado Fernando Belaúnde Terry, triunfador de dos procesos electorales, señaló el camino político de traición que eligió García Pérez. El Judas Iscariote del aprismo repitió lo que hizo Belaúnde para acceder al poder y permanecer en él. El cilíndrico y malamente enriquecido mandatario participa del mismo estilo de manejo personal y administración de imagen del malogrado político de la lampa, como puede usted apreciar en el vídeo y textos que presentamos.

En el vídeo que mostramos, García expresa con claridad que él no es “de izquierda ni de derecha”. Se declara simpatizante del belaundismo del cual adopta abiertamente el lema 
Adelante
. Es decir, estamos frente a un elemento que definitivamente no es aprista, partido que se define en la izquierda democrática. El Alan García del siglo XXI no obedece a ideales de justicia social, ni a principios de transformación. No pierde tiempo en cojudeces. Se guía por su principal valor, esto la búsqueda de la riqueza y la satisfacción personal, para lo cual necesita acceso al poder político de la nación. Se ha rodeado de una banda de pícaros cuyos miembros se han enriquecido gracias a los votos apristas y que comparten el modus operandi del compadre de Rómulo León Alegría, entre los que aparece en primera fila el tío George del Castillo.

Los apristas de hoy tienen el reto de expulsar del templo a mercaderes de la política como García Pérez, del Castillo y los secuaces de ambos, que han convertido en las dos últimas décadas al Partido Aprista en cueva de ladrones.


A mediados de 1987, algunas semanas antes del intento de nacionalización de la banca, publiqué un libro titulado La propuesta olvidada. Mi intención fue mostrar la lejanía existente entre la acción del régimen presidido por Alan García y la ideología y plataforma programáticas del Partido Aprista Peruano. El quinto capítulo de ese libro lleva como títuloAprismo y gobierno y se dedicó al análisis del experimento político alanista al que consideré una estéril variante del populismo latinoamericano. En particular, señalé que antes que discípulo de Haya de la Torre, García más bien daba señales claras de practicar un neobelaundismo populista, aderezado con unas pizcas de leguiísmo modernizado.

En La propuesta olvidada ubique la génesis mediata del alanismo en el ajuste táctico para la toma del poder promovido por la dirección aprista a mediados de los años cincuenta y el origen inmediato en la difícil coyuntura partidaria producida tras la muerte de Haya de la Torre. Expliqué los antecedentes históricos y métodos del alanismo, la apariencia y la realidad de su caudillo y la conducta que seguía frente a los grupos de poder económico, las fuerzas armadas, la Iglesia y los trabajadores.

El texto de dicho capítulo es el que presentó a continuación a la consideración de los lectores. Permitirá que cada quien compare al García de hoy con el Alan de ayer. Si se efectúa esa comparación a la luz de los objetivos, métodos y comportamiento de AGP, se encontrará que Alan sigue siendo el mismo político neobelaundista que presidió el país entre 1985 y 1990.

LA PROPUESTA OLVIDADA
Capítulo V

Aprismo y gobierno


“Yo no quiero dinero ni puestos;

quiero justicia para el pueblo peruano”

(PCPA, 481).



El presente capítulo intenta una interpretación de la realidad aprista y del carácter del gobierno del presidente García hacia mediados de 1987. Básicamente, estas líneas pretenden demostrar que el aprismo “como doctrina, como programa y como línea directriz”, tal cual diría Haya, no se encuentra en el poder. Por el contrario, el régimen constitucional 1985-1990 acusa una fuerte orienta­ción política de corte populista que no guarda mayores vinculaciones con la ideología y la plataforma expuestas en los capítulos anteriores.

¿Qué significan estas palabras? ¿Cómo se ha podido configu­rar la extraña situación que un partido político gane una elección y, sin embargo, no detente el gobierno? La respuesta que aquí se en­saya ubica la génesis del fenómeno a mediados de los años cincuenta, con el ajuste de la táctica para la toma del poder, rectificación decretada por la alta dirección aprista. Empero, el origen inmediato del populismo se encuentra en la coyuntura de vacío hegemónico producida en el PAP tras la muerte de Haya de la Torre.

El capítulo analiza en detalle los antecedentes históricos, mé­todos y conducta corrientemente seguidos por el populismo así como los objetivos, la apariencia y la realidad de su caudillo y protagonista principal. De igual manera, propone algunas reflexiones en cuanto a la acción futura del aprismo, con miras a llevar a la práctica la ideología y el programa revolucionarios originales.

La génesis del populismo

La génesis del populismo que gobierna el país reconoce dos horizontes temporales. De manera mediata, la desviación comentada nace de la mutación táctica para la toma del poder ve­rificada por la dirigencia del PAP tras la salida de Haya del asilo en la Embajada de Colombia. Su origen inmediato se puede ubi­car en la coyuntura de vacío de poder registrada en el Partido Aprista tras la muerte de Víctor Raúl.

El ajuste táctico de la dirección aprista
 
Resulta indiscutible que hacia mediados de los años cincuenta, la dirección aprista llevó a efecto una alteración en la táctica pa­ra alcanzar el poder. Tal fenómeno fue el corolario de los efectos de doblegación producidos por la prolongada persecución de la que fuera objeto el PAP.

Como se sabe, la prédica revolucionaria del aprismo fue repri­mida duramente por las clases gobernantes. A lo largo de un ter­cio de siglo, entre 1930 y 1963, el pueblo aprista, como ningún otro, tuvo que soportar prisiones y torturas; destierros y ejecuciones; clandestinidades y relegamientos; asesinatos y prolonga­dos asilos; declaraciones de ilegalidad constitucional y vetos militares. Sensiblemente, debe reconocerse que el enfrentamiento terminó por abatir la voluntad de los líderes y gene­rar importantes alteraciones tácticas respecto a los procedimien­tos para la toma del poder. Desde mediados de los cincuenta, se­rá incuestionable la importancia que adquirirá para el PAP el ob­jetivo de instaurar una democracia formal y estable, respetuosa de las libertades personales básicas y garante de la vigencia de los derechos humanos. La perspectiva revolucionaria no fue abandonada pero si pasaría a ocupar un modesto segundo plano. Hartos de persecución, de ahora en adelante los dirigentes apristas lucharán por la implantación de la democracia formal. Sólo alcanzado este objetivo y asegurada totalmente su continuidad podrá pensarse en iniciar proceso de cambio alguno.

Por otro lado, el sufrir en carne propia durante tanto tiempo el acoso de las clases dominantes grabó en las conciencias apristas el inmenso vigor adquirido por las fuerzas represivas. A consecuencia de esta apreciación, el Partido descartó totalmente la vía insurreccional para la toma del poder. Se podrá hacer uso de la violencia popular en países con ejércitos relativamente débiles y mediocre­mente equipados, como puede ser el caso de la Cuba de Batis­ta. Sin embargo, en naciones con contingentes modernos, preparados técnicamente por el imperialismo y premunidos de ar­mamento sofisticado, la lucha armada resulta inviable.

Este enfoque condujo al Partido a enmarcarse en el culto al sistema electoral como única vía realista para la toma del poder, olvidando los defectos inherentes al mismo. Obviamente, se entiende aceptado el supuesto que producidas las elecciones, el PAP aparecería como vencedor, en razón a su masivo respaldo popular.

El temor al golpismo fascista, la sobrevaloración de la demo­cracia formal, la renuncia al uso de la vía insurreccional y la fe y adhesión demostradas hacia el sistema electoral trajeron consi­go tres importantes consecuencias para la vida partidaria.

La primera de ellas fue la progresiva desideologización en que cayó el PAP. Si bien en momentos de persecución resulta difícil pensar que los cuadros partidarios puedan dedicarse al estudio y profundización de la teoría, la explicación fundamental de este fenóme­no atraviesa otro meridiano: radica en la forzada inaccesibilidad de la militancia a los textos básicos del aprismo. Mientras exis­tiera una perspectiva electoral específica en el horizonte políti­co, sería preferible no promover la circulación de obras que por su contenido radical pudieran afectar la posibilidad de llegar al poder. Se pensaba que divulgar las intenciones partidarias esti­mularía la intervención de la reacción oligárquica y su temido brazo armado. Por esa razón, causaría desagrado interno y sería punible de sanción disciplinaria e, incluso, agresión física aquel aprista que osare reproducir sus textos ideológicos, parcial o totalmente. Quedaron así sin reeditar, por largo tiempo, libros como Por la emancipación de América Latina (publicado originalmente en 1927); Teoría, y táctica del aprismo (1931); Ideario y acción aprista (1931); Política aprista (1933); El proceso Haya de la Torre (1933);Construyendo el aprismo (1933); ¿A dónde va Indoamérica? (1935) y La defensa continen­tal (1943).

El antimperialismo y el APRA, la obra magna de Víctor Raúl, también sería relegada por la nueva táctica. En su reem­plazo aparecería Treinta años de aprismo, publicado en 1956 por el Fondo de Cultura Económica de México. Expresión ca­bal del ajuste táctico de los años cincuenta, la obra es una pre­sentación incompleta de las tesis fundamentales del aprismo, comentadas en lenguaje moderado. Si bien abundan las citas de El antimperialismo y el APRA, se abandona el encendido estilo de redacción y se prescinde del tratamiento de temas cruciales, a fin de no ahuyentar el apoyo electoral mesocrático in­dispensable para vencer en los comicios de 1962. Así, se evitará examinar el carácter de la hegemonía política al interior del frente único de clases; se guardará silencio respecto de las limita­ciones a las libertades económicas de las clases explotadoras y clases medias y no se recordará la posibilidad del uso de la violencia pa­ra la toma del poder. Sin embargo, tampoco se escribirá nada que vaya en contra de las tesis originales del Partido. Simple­mente, se mantendrá ante ellas el respetuoso mutismo exigido por la contienda electoral próxima.

En este contexto puede entenderse porqué la Antología del pensamiento político de Haya de la Torre, publicada en 1961, hubiese incluido en el segundo de sus cinco tomos –el dedica­do a la ideología aprista– sólo una sección de la nota prelimi­nar a la primera edición de la obra máxima del aprismo y, en cambio, reprodujese el prólogo y cinco capítulos deTreinta años de aprismo.

La segunda consecuencia fue la tendencia al inmovilismo del Partido, manifestada en la actitud aprista de no participar abiertamente en el conflicto social y, más aún, de evitar la ocurrencia de levantamientos, huelgas o paralizaciones que pudieran afectar la gobernabilidad del país y la precaria estabilidad del régimen de respeto a los derechos humanos.

El tercer efecto del cambio de táctica fue la contaminación clasista del PAP. Como lógico requisito del juego democrático formal, el Partido tuvo que entrar en mistificantes contactos con fuerzas políticas de centro y derecha. Además, usando la expresión de Seoane, se vio en la necesidad de acudir a los “re­sortes económicos” financiadores de las costosas campañas electorales de la segunda mitad del siglo XX. Sectores pequeño-burgueses desconocedores de la teoría aprista e, incluso, algunas fracciones de la burguesía nacional prestaron su respaldo financiero, claro está, a cambio del apoyo político del Partido en fa­vor de sus intereses económicos.

Operando dentro de este marco, al prescindirse del basamen­to económico de su programa político, se rompió la disciplina ideológica del Partido, alterándose, en favor de los sectores mesocráticos la distribución clasista del poder al interior del frente único. Aprovechando la incipiente conciencia de clase y la falta de preparación de obreros y campesinos, las clases medias “olvidaron” su rol de meras cooperadoras de las clases productoras y asumieron la hegemonía dentro del movimiento. Al igual que sucediera con la Revolución Mexicana –Víctor Raúl analizó el fenómeno en El antimperialismo y el APRA (AA, 181-182)– las clases medias empezaron a servirse del Partido y a utilizarlo en su provecho clasista. Fue así que se adoptaron las decisiones más trágicas y erróneas de la historia aprista: la convivencia con Prado –insigne representante oligárquico– y la coalición con Odría, dictador militar promotor del último holocausto partida­rio. El seguimiento de estos cursos de acción, en tanto conducta “realista” y “pragmática”, fue justificado como vital para los al­tos intereses del país. Quien denunciara el viraje estaría expues­to a la expulsión del Partido o a su implícita separación de él. El primero fue el caso de Luis de la Puente Uceda, uno de los diri­gentes jóvenes más lúcidos y honestos del PAP, muerto en com­bate, años después, por los grandes ideales del aprismo; el segundo fue el de Manuel Seoane Corrales y Luis Felipe de las Casas Grieve, noto­rios críticos del ajuste táctico.

La rectificación del proceder partidario, el transcurrir de los años y su mismo envejecimiento personal traerían consigo la to­tal adhesión de la alta dirección del PAP a la nueva táctica. En forma muy acentuada, diversos líderes apristas asumirán como objetivo exclusivo de acción el establecimiento de regímenes de democracia formal. En otras palabras, olvidarán la opción por el cambio de la sociedad y se alinearán en las filas conservadoras. El caso más notable de este fenómeno involutivo estará constituido por la figura del doctor Luis Alberto Sánchez.

A estas alturas, la dirección del Partido ha dejado de ser revo­lucionaria. Su gestión intentará convertir al PAP en mera asocia­ción de personas con fines electorales. Como consecuencia del ajuste táctico, el Partido Aprista devino movimiento populista.

Resumamos, entonces, lo dicho. Los efectos de doblegación generados por la persecución fascista impulsaron a la dirigencia del Partido a decidir un cambio en la táctica para la captura del po­der. Entendiendo que el objetivo inmediato a alcanzar es la instauración de un régimen de democracia formal que asegure las libertades ciudadanas, se abandonó el propósito transformador para una segunda instancia de acción política. Adicionalmente, se descartó la vía insurreccional para la toma del poder, la que fue reemplazada por la adhesión total y exclusiva al sistema electoral. Como consecuencia de estas decisiones se generó la progresiva desideologización, inmovilismo y contaminación cla­sista del PAP.

La persistencia y agudización de los rasgos descritos –al prescindirse de la base económica del programa aprista– rompieron la disciplina ideológica del Partido y permitieron su hegemonización política por los intereses mesocráticos. A pesar de contar con una teoría revolucionaria correcta –aunque olvidada– y con una composición clasista adecuada a la realidad peruana, el Partido se convirtió en instrumento de la clase media y modali­dad de club electoral defensor de la democracia formal. Es en esta coyuntura partidaria que se incubó la desviación populista que hoy rige los destinos del país. No es equivocado afirmar, por tanto, que a pesar de los actores debutantes y los nuevos métodos, hasta hoy el gobierno “aprista” sólo representa la continuación de las bochornosas convivencias de los años cincuenta y sesenta.

El vacío de poder post-hayista

Tras la muerte de Haya de la Torre, el Partido se vio enfrentado al natural vacío de poder posterior a la desaparición de to­do máximo dirigente. Empero, la proximidad de los comicios de 1980 obligaría a enfrentar el problema, al menos de manera provisional. Llenaría ese vacío quien resultare electo aspirante presidencial del Partido.

En pos de tal candidatura pugnaron dos corrientes partidarias bastante definidas. La primera fue la representada por Andrés Townsend Ezcurra, expresión por excelencia de la rectificación táctica de los años cincuenta. La segunda tendencia se encarnaría en Armando Villanueva del Campo, quien sin dejar de aceptar el ajuste táctico de la dirigencia partidaria, recapacitaría acerca de la conveniencia de vol­ver a las fuentes doctrinarias del aprismo.

Producida la lid interna pudo vencer Villanueva en razón a la identificación de la masa aprista con la recuperación de la doc­trina y su ejecutoria personal de viejo luchador de la clandestinidad. Sin embargo, ésas serían las mismas razones –inaceptables para un electorado orientado por los grandes grupos de poder económi­co– por las que Villanueva perdería las elecciones generales de 1980, tal cual había advertido Víctor Raúl en El Antimperialismo y el APRA (AA, 189).

Los resultados de los comicios trajeron consigo la agudiza­ción y exteriorización de la pugna de tendencias: de un lado Villanueva; del otro Townsend, Prialé y Sánchez. Como conse­cuencia de ella resurgiría el vacío de poder dentro del PAP y, además, se expulsaría de sus filas a Andrés Townsend, en apa­riencia por grave indisciplina vinculada al proceso electoral. La realidad de esta separación sería otra. De los cuatro dirigentes nombrados, Townsend resultaría el candidato natural del populismo para las elecciones de 1985. Obviamente, su presencia obstaculizaría el surgimiento de nuevas figuras. Por eso, quienes promovieron su expulsión simplemente cumplían la función pla­nificada de allanar el paso a un nuevo contendiente a la candidatura presidencial de 1985.

Con Andrés expulsado, con la vieja dirigencia liquidada a con­secuencia de su propio viraje táctico y con una generación intermedia mermada por la separación o alejamiento de sus más es­clarecidos exponentes, estaban dadas las condiciones para el surgimiento hegemónico de nuevos líderes, dotados de gran ambi­ción personal. El más caracterizado de ellos fue el diputado Alan García. Catapultado en 1982 a la Secretaría General del PAP, le sería sumamente fácil llenar el vacío de poder partidario y acceder a la candidatura presidencial para los comicios de 1985 [1].

La apertura de los años ochenta

Entre 1962 y 1980, a pesar de su rectificación táctica, los re­sultados electorales obtenidos por el Partido Aprista nunca sobrepasaron el 36% de la votación nacio­nal [2]. Lógicamente, esta insatisfactoria constancia tendría que alterarse de manera radical si se deseaba vencer en los comicios ge­nerales de 1985. De acuerdo al artículo 203 de la nueva Cons­titución Política de 1979, el presidente de la república debería ser elegi­do “por más de la mitad de los votos válidamente emitidos”, haciéndose uso del sistema de doble vuelta electoral en caso de ser necesario.

Había pues que elevar los sufragios partidarios en forma signi­ficativa. La única vía que permitiría acceder al gobierno sería dejar de ser una fuerza de tercio electoral. Así lo entendió el candidato del PAP, quien estableció la exigencia de obtener la mayoría constitucional. Debería evitarse la posibilidad de una segunda vuelta desgastadora de imagen y exigente en materia de compromisos programáticos. Además, sería conveniente asegu­rar la obtención de una amplia mayoría parlamentaria, que lue­go hiciera posible tentar la reforma del artículo 204 de la constitución y permitir la reelección presidencial inmediata.

Para obtener el ansiado sexto poblacional faltante debería lle­varse a su máxima expresión la rectificación táctica iniciada en los años cincuenta: habría que pasar a la etapa de degradación del contenido aprista del Partido. El candidato presidencial de 1985 no debería aparecer mezclado con figuras que hicieran re­cordar a los sectores de ingresos altos y medios el contenido re­volucionario del aprismo. El nuevo ajuste a realizar tomaría la forma de “apertura del Partido”. Había que cambiar de imagen, “abriendo” las puertas del PAP a todas las fuerzas políticas de izquierda, centro y derecha; independientes y antiguos anti-apristas; civiles y militares; ex-funcionarios de la primera o se­gunda fase del gobierno militar.

El expediente aperturista se inspiró en la táctica usada por Acción Popular para llegar al poder a comienzos de los años se­senta. Bourricaud describe la “apertura” belaundista, permitién­donos apreciar la similitud de las iniciativas: “Acción Popular busca la apertura. Pero, ¿bajo qué forma se representa la integración de la masa, de esas mayorías nacionales, para hablar como los apristas de la dé­cada del treinta, que hasta entonces permanecían al margen de la vida nacional? No ya a través de la mediación voluntarista de un partido cerrado, de una élite de combatientes y de revolucionarios, sino más bien merced a la sola partici­pación de grupos ya existentes en el movimiento del arquitecto... ¿Cuáles son los objetivos del arquitecto? Desper­tar y reunir todas las energías disponibles” (Bourricaud, 254, 260).

Con la seguridad derivada de su anterior aplicación exitosa, el vendedor concepto fue puesto nuevamente en circulación. Se afirmó que, de esta manera, el público dejaría de ver al APRA como un partido sectario o integrado por fanáticos violentistas. Es ésta la forma como el Partido Aprista siguió el ejemplo de Acción Popular, convirtiéndose en un mero club electoral. Las palabras que uso Bourricaud para calificar a ese partido podrían aplicarse al caso del PAP de 1985, convertido en “una máquina para ganar elecciones o, más precisamen­te, para ganar una elección presidencial”(Bourricaud, 255).

Esta vez la táctica daría resultados positivos. El 14 de abril de 1985, el Partido Aprista ganaría ampliamente los comicios, favorecido por una coyuntura electoral totalmente propicia. Ésta incluiría la presencia simultánea de un conjunto de factores objetivos y subjetivos. La persistencia de la grave crisis económica, social y política, el agotamiento cronológico de los principales líderes de Acción Popular y el Partido Popular Cristiano y la fal­ta de carisma y magnetismo personal descalificaron a los candidatos gobiernistas; el desgaste político propio del ejercicio de la alcaldía de Lima, el temor de ciertos sectores de la sociedad al triunfo del comunismo y la abúlica conducta electoral de su candidato actuaron en contra de Izquierda Unida.

Empero, si bien el belaundismo fue ampliamente derrotado en las elecciones generales, el populismo, entendido el concep­to en su sentido sociológico, se afianzó en el poder.

El 28 de julio siguiente, el candidato del PAP asumiría la res­ponsabilidad de dirección de la república. A partir de ese mo­mento, el país comenzaría a navegar en los mares de un nuevo populismo. Por consiguiente, suponer que el APRA gobierna a partir de esa fecha constituye un grave error de apreciación. Cuesta efectuar este reconocimiento, sobre todo si se lleva el aprismo más en el corazón que en el cerebro. Parece un hecho increíble; sin embargo, la política peruana es así.

El Populismo En Acción

Es el momento, ahora, de presentar una breve caracterización del populismo gobiernista, en tanto desviación política del apris­mo doctrinal.

En este libro, se entenderá que el populismo es la típica ex­presión política de un sector de las clases medias que, habiendo captado superficialmente la problemática del país, aspira llegar al gobierno (“subir”) y retener la hegemonía política por el ma­yor tiempo posible (“durar”). En la práctica, el populismo tiene una aprehensión del poder como un fin en sí mismo, a pesar de sus originales intenciones de mejoramiento de los sectores desfavorecidos.

El grave problema del populismo es que pretende la elevación del bienestar social careciendo de un programa de transforma­ción revolucionaria. Un gobierno populista normalmente adopta aplaudidas medidas económicas –mejoras salariales, controles de precios– o iniciativas sociales como son la habilitación estatal de plazas de trabajo, creación de clubes de madres, o puesta en marcha de aldeas infantiles.

Sin embargo, las acciones populistas no intentan llevar ade­lante un auténtico proceso de cambio; sólo afectan la epidermis del sistema. Dejan intactas las estructuras de explotación y de­pendencia pre-existentes. Como consecuencia de este querer quedar bien con todos y no querer afectar a nadie, la nación se ve inmersa con rapidez en serios desequilibrios económicos. La agudización del conflicto social conduce finalmente al fracaso del modelo, desencadena la crisis política y determina, en la ma­yoría de casos, la sustitución del régimen populista por un gobierno de fuerza.

Los antecedentes históricos

El fenómeno populista no es nuevo en el país. Jorge Basadre recuerda en Perú: problema y posibilidad que ya anterior­mente la patria conoció ufanos ejemplares de esta desviación política: “En el siglo XIX, el precedente histórico se apellidaría Castilla. El ilustre tacneño afirmaría respecto a él que “la situación se le presentaba frente a las siguientes pa­labras: subir, durar” (Basadre, 46).

A comienzos de la presente centuria, la tendencia se expresa­ría a cabalidad en la persona de don Augusto B. Leguía. Basadre re­cordaría la trágica consigna del dictador del oncenio, siempre desdeñoso del natural desgaste del poder: “durar” (Basadre, 187).

Posteriormente, a comienzos de los años sesenta, aparecería en escena Fernando Belaúnde Terry, hasta hace muy poco tiempo el exponente más genuino del populismo peruano. En cuanto a Belaúnde, Bourricaud explicaría: “A la pregunta:¿qué hacer?, Fernando Belaúnde jamás dudó de que una sola cosa era de seguro necesaria y acaso del todo suficiente:¡llegar a la presidencia de la república! (Bourricaud, 232).

Belaúnde aspiraba “subir”; Leguía quería “durar”; Castilla ansiaba ambas cosas. El nuevo populismo se sentiría discípulo de los tres. Por un lado, García es a Leguía como “el futuro diferente” es a “la patria nueva”. Comparten además las intencio­nes de perennidad en el poder. Por otro lado, el belaundismo y el alanismo se asemejan como dos gotas de agua. El Perú como doctrina es al compromiso con todos los peruanos como Fernando es a García.

En especial, Belaúnde, triunfador de dos procesos electorales previos, señalaría el camino que debería seguir aquel peruano que quisiera acceder al poder y permanecer en él. Esto último, por supuesto, sólo podría asegurarse en la medida que no se cometieran los errores en que FBT incurrió. Después de todo, para algo debería servir la experiencia. Habría pues que partici­par del mismo estilo de manejo personal y administración de imagen del político arequipeño.

En resumen, el populismo de los años ochenta puede asimilar­se a un extraño emplasto político de leguiísmo y belaundismo, al cincuenta por ciento por cada parte; corregido y aumentado; desprovisto de su original esencia aprista y presentado en envoltura llamativa .

Los métodos

Los procedimientos básicos usados por el populismo están di­rigidos a influenciar sobre el Partido Aprista y la colectividad nacional. En la búsqueda de los objetivos de “subir” y “durar”, el populismo acudirá al procedimiento de la degradación parti­daria; presentará en su reemplazo una propuesta alternativa ga­seosa y no conflictiva y manipulará a la opinión pública median­te la instrumentación de los medios de comunicación social.

La degradación partidaria

Haya de la Torre tuvo una visión muy clara de los rasgos que configuran la existencia de un partido político orgánico. Estos serían la existencia de la ideología, el programa, la acción colectiva, la disciplina y el control del partido por la opinión pública: “El gobierno de un país, especialmente de un país como el nuestro, exige muchas condiciones superiores no sólo en un hombre, sino en un grupo de hombres vinculados por una ideología, consecuentes a un programa de principios y sujetos a una disciplina. Vale decir, hombres de un partido orgánico, controlados por la opinión pública” (PCPA, 462).

Sin embargo, Celso Furtado también escribiría con toda ra­zón, tiempo atrás, que “en los movimientos populistas todo se sacrifica para subir al poder, que casi siempre se confunde con sus símbolos –muchas veces entregados a los líderes populistas a través de hábiles maniobras estratégicas de las clases domi­nantes– con el fin de satisfacer su vanidad” (Furtado, 25).

En la presente experiencia, el sacrificado en el altar del poder sería el Partido Aprista Peruano. En típica actitud populista, el nuevo gobierno renunciará a la doctrina y el programa partida­rios; prescindirá del control de la opinión pública y dejará de la­do a sus cuadros políticos más ideologizados y honestos. Cayó así en el natural autocratismo, tan propio de los regímenes populistas.

Haya de la Torre previno sobre esta peligrosa desviación. Al respecto opinó: “El autócrata que rige acompañado por su taifa no reco­noce la organización partidaria ni se interesa por constituir la suya propia. L’Etat c’est lui. El Estado es él”(YDGQ, 208). 

Contrariamente a la práctica populista, Víctor Raúl censura­ría prescindir de los movimientos políticos para efectos de go­bierno. Sería muy enfático en defender el papel rector que deberían jugar los partidos en la determinación de los rumbos gubernativos: “No podemos aceptar nosotros que se diga que la única forma de gobierno es la de ponerle una vela a Dios y otra al diablo. No podemos admitir nosotros que se diga que la única forma de gobierno para la Nación es gobernar sin partidos. Eso es falso. Eso es gobierno de dictadura. Los gobiernos democráticos gobiernan con partidos, y los parti­dos mayoritarios son los que determinan la acción del gobierno” (DI, 403).

El abandono de la ideología y el programa

Una característica básica de todo populismo es su prescindencia ideológica y programática. Celso Furtado destacó así el fenó­meno: “La falta de contenido ideológico ha sido la principal característica de los movimientos de masas heterogéneas sur­gidas en América Latina, lo que explica su rápida degenera­ción en populismo” (Furtado, 26).

En nuestro caso, los objetivos de “subir” y “durar”, la necesi­dad de practicar el transformismo político y la intención de im­pedir la ocurrencia de conflictos desestabilizadores, indujeron al nuevo caudillo a abandonar definitivamente la ideología y a re­nunciar a la ejecución de programa político alguno. El populis­mo no puede aceptar la vigencia de compromisos ni ataduras programáticas que limiten su capacidad de maniobra para retener los símbolos y los privilegios del poder.

En este proceso jugaron un rol muy importante los especialis­tas en marketing político, que basan el accionar de los líderes no en ideología o programas sino en encuestas o poses cuidado­samente estudiadas.

Refiriéndose a Leguía, en texto aplicable al nuevo populismo, Basadre señalaba que el presidente, “careciendo del lastre de las ideologías, podía manio­brar ágilmente por los altibajos de la política, apoyarse en elementos heterogéneos y cambiar de política” (Basadre, 176).


Hoy, al igual que ayer, el caudillo populista debe estar en ca­pacidad de demostrar ser un aprovechado gimnasta de la política. Por eso, tomaría mucho de la polifacética y vacía ubicuidad leguiísta: “Siendo oligarca, habló en algunos discursos de socialis­mo. Ajeno a las reivindicaciones de la raza oprimida, exaltó a nuestros hermanos los indios. Con optimista resolu­ción, abordaba las soluciones, ajeno al miedo ante las responsabilidades. Sin trabas éticas ni de casta, una vez satis­fecha su ambición, aceptaba a quien habiendo sido su ene­migo de ayer, quisiera acomodarse bajo su égida. Deferente y afable, su sonrisa y su sobrio acicalamiento en el vestir, contrapesaban a la luz fría de sus ojos y la dureza de su mentón” (Basadre 176-177).

Similar conducta observaría el belaundismo en la década de los sesenta. Al respecto, Bourricaud recordaría que el populismo “no quiere ser una filosofía que suministre respuesta a todos los problemas de la vida pública y privada. Mucho antes que doctrina, es un estilo o, mejor aún, un eclecticismo antes que un estilo” (Bourricaud, 231).

No obstante, no se crea por este motivo que el populismo no es capaz de atacar o identificarse con determinadas posiciones aparentemente friccionales. El caudillo puede censurar a la oligarquía o, incluso, confesarse socialista, como lo recuerda el sociólogo francés. Pero tales declaraciones no pasan de ser figuras retóricas sin contenido real ni convicción verdadera: “Por lo demás, hemos visto con qué precaución… pre­viene las reacciones negativas. Ataca a la oligarquía, pero, ¿quién no la ataca desde 1956? Veremos que el propio general Odría se califica de socialista(Bourricaud, 254).

La inmolación ideológica permite entender porque nunca se entregó para el conocimiento público el plan de gobierno, conocido como Plan del Perú, formulado por la Comisión Nacional de Plan de Gobierno del PAP (CONAPLAN) en 1984. Un programa de acción que aspira a llevar adelante la revolución de pan con li­bertad; la justicia social; la república de trabajadores; el estado antiimperialista; la transformación de las relaciones de propiedad; la redistribución del ingreso; la democracia funcional; el congreso económico; la prioridad del cooperativismo; la reforma tributaria; la verdadera regionalización del país; la reforma urbana; el cambio radical de la educación; la construcción de la universidad científica, democrática y popular; la promoción de la integración latinoamericana; la solidaridad con todos los pue­blos y clases oprimidas del mundo y otros planteamientos fundamentales del aprismo resulta totalmente disfuncional para los objetivos populistas.

La amnesia ideológico-programática del populismo está en abierto enfrentamiento con la doctrina aprista. Así lo expresó Víctor Raúl en Pensamientos de crítica, polémica y acción: “Los partidos políticos cualquiera sea su bandera, deben demostrar que tienen la capacidad de gobernar por sí mis­mos. Por eso son tan necesarios hoy los partidos de progra­mas integrales y precisos. Sobre todo, los partidos con pro­gramas económicos” (PCPA, 457).

Al abandonar la ideología y dejar la realización del programa para mejores tiempos, la política deviene politiquería. Al menos así pensaba Víctor Raúl: “Entonces aparece la politiquería y su portavoz el poli­tiquero o politicastro de aventura que representa la desviación anárquica, la venalidad sin escrúpulos, la demagogia desembozada y notoriamente la total orfandad de todo ideario y norma. Es así que surge el explotador oficial del chauvinismo; el demagogo aupado al mando sin populari­dad, que la busca adulando al pueblo, y el autócrata criollo repetidor de la socorrida frase: mi única política es la pa­tria y mi único partido lo forman quienes están conmigo. Soberbiamente reacio ante cualquiera forma organizada y culta de opinión pública, es éste el tipo de tirano hostil ha­cia toda disciplina de partido que implique control de sus actos. Ellos no tienen otros móviles que el rebajado perso­nalismo y el sórdido interés del sátrapa y su camarilla” (YDGQ, 208). 

La marginación de los cuadros


Por su poderío como máquina electoral, la organización del PAP, sus cuadros y sufrida militancia fueron utilizados en fun­ción del logro de los objetivos populistas. Una vez cumplido tal designio, serían dejados de lado y reemplazados por amigos y conocidos del caudillo hasta que un nuevo proceso electoral obligue a reengancharlos.

Es así como el nuevo régimen llegará a caracterizarse por la marginación política de un amplio sector de apristas ideologizados y honestos. El descarte se produjo por la voluntad populista de impedir que equipos disciplinados ocupen ubicaciones estratégicas dentro del nuevo gobierno, pudiendo poner en peligro real los intereses de los grupos de poder económico. También influyó en este apartamiento, la exigencia de incondicionalidad al líder populista, pretensión no aceptada por quienes vieron en ella la inocultable expresión de la desviación caudillista.

Cuando se pidió explicaciones sobre esta conducta, el caudi­llo expresó en forma pública que el Partido Aprista carecía de cuadros político-técnicos adecuadamente preparados para el desempeño de la gestión estatal.

¿Qué hubiera opinado Haya de la Torre sobre el argumento populista?

En principio, si la respuesta del caudillo hubiese sido cierta, hubiera dejado en claro que un partido sin capacidad propia de gobierno no debería tener el derecho de dirigir el país: “Cuando un régimen político se establece por la victoria de un partido que logra el poder, hay que suponer que ese partido representa un principio político económico con capacidad propia para cumplirlo. Si un partido político ca­rece de esa capacidad, ese partido no merece el gobierno. Entonces si es posible negarle el derecho de dirigir” (PCPA, 457).

En segundo término, Víctor Raúl hubiera reconocido la responsabilidad partidaria en la preparación de recursos humanos ideologizados, tecnificados y disciplinados para la acción ejecu­tiva: “No hay escuela política posible sin un partido organiza­do en el poder, porque el partido cuando es principista y económicamente adoctrinado, es base de preparación téc­nica y disciplina para dirigentes y dirigidos. Pero la acción pedagógica de un partido político debe completarse por la acción pedagógica del Estado” (PCPA, 472).

En tercer lugar, hubiera afirmado que la función pública re­quiere de profesionales y técnicos peruanos, capaces y honestos, que deberían ser atraídos y retenidos por el estado, no im­portando cual sea su filiación política: “No hay que olvidar, sin embargo, que hay una catego­ría de funcionarios del estado que deben ser técnicos per­manentes en las dependencias públicas, lejos de las contin­gencias de la política” (PCPA, 472). 

Sin embargo, también hubiera prescrito que el Partido ten­dría que colocar a sus mejores exponentes en los puestos más importantes de la administración pública, a fin de asegurar que la ideología y el programa guíen la gestión gubernativa[3]: “El servidor público, el funcionario, el civil servant del léxico político inglés, debe ser preparado y seleccionado tanto por el Partido como por el Estado” (PCPA, 472). 

Finalmente, coincidiendo con Seoane, Haya de la Torre, hu­biera advertido respecto al posible oportunismo e inmoralidad de los técnicos “independientes” personajes que “piruetean a través de todas las situaciones” y siempre están a la búsqueda de acumular éxito y poder: “Los que no representan un partido político, los que no tienen detrás de sí masas que al mismo tiempo que los respaldan los controlen, ésos tienen una posición peligrosa” (Seoane, 127).

Justamente, la política populista de colocación de “indepen­dientes” en los puestos estratégicos de la administración públi­ca –marginando a los cuadros partidarios– contribuyó a la degenerativa falta de mística que se observa en múltiples dependencias estatales.

La renuncia a los símbolos apristas

Otra muestra de la degradación partidaria dispuesta por el populismo fue la renuncia a los símbolos apristas. Así se dejarán de lado valores, mística, fórmulas de saludo, himnos, voces de orden, emblemas y hasta la historia del PAP. Serán reemplazados por el culto a la personalidad del caudillo. Así, éste se en­frentaría directamente a la enseñanza original del aprismo. Víc­tor Raúl pensaba de otra manera: “Nuestras fórmulas de saludo y nuestras palabras de afirmación no son cifras vacías ni externas manifestaciones de rito. Son expresiones de algo más hondo y referencias de lo que es el Partido como hermandad, como escuela y como fuerza unitaria. Es preciso que todo eso se sepa para que el verdadero compañero cumpla realmente con su misión” (CAPA, 212). 

Esta política llegó a lamentables extremos. Por ejemplo, al­gún alto dirigente llegaría a expresar públicamente que había hecho mucho daño al Partido la afirmación de fe doctrinaria condensada en la frase “sólo el aprismo salvará al Perú”. Vergonzosamente, con un plumazo muy propio de su vanidosa y terca subjetividad senil, descartó las últimas palabras de Carlos Phillips, héroe del aprismo, fusilado por su participación en la Revolución de Huaraz.

Haciéndose eco del significado acordado a la frase por los enemigos del Partido, ese personaje destinaría al olvido forzoso la explicación que Víctor Raúl diera en 1932, a raíz de la ins­tructiva que se le abriera por supuestos delitos contra el Estado: “A la última parte de las preguntas del señor Juez sobre el sentido de nuestra palabra de orden, sólo el aprismo salvará al Perú, debo declarar que no es en nuestra opinión el aprismo solo, como Partido que excluye toda otra colaboración, sino el aprismo como doctrina, como pro­grama, como línea directriz, en el que caben todas las colaboraciones y todas las ideas sujetas a un plan constructivo y realista” (PHT, 322-323).


La propuesta alternativa

Empero, en la escena política, al igual que a un compromiso en la vida personal, uno no puede presentarse con las manos va­cías. Por este motivo la ausencia ideológica tendría que ser disimulada con la enunciación de ciertos planteamientos genéricos no conflictivos con los cuales se pudiera llamar la atención de la opinión pública. Como decía Bourricaud respecto a Belaúnde, en palabras en­teramente aplicables a nuestro caso, “para ganar elecciones, hay que llegar al público o más bien a públicos muy diversos, y a ellos se dirige… No pretende atraérselos ni por la imposición de una disciplina estricta, ni por la predicación de una serie de fórmulas o de un catecismo” (Bourricaud, 255).

Es cierto: el populismo reemplazará la ideología y el progra­ma con dos propuestas que por su elevado grado de imprecisión encontrarán la aprobación unánime: el nacionalismo y el anti­centralismo.


El nacionalismo

La primera gran propuesta –al igual que Belaúnde hiciera ha­ce tres décadas– sería el nacionalismo. Las siguientes palabras del arquitecto, citadas por Bourricaud del folleto belaundista Pueblo por pueblo bien podrían haber sido pronunciadas por el nuevo líder populista: “Hemos logrado arraigar en la ciudadanía la honda con­vicción de que en nuestro propio suelo está la fuente de inspiración de una doctrina, siendo innecesario importar ideas político-sociales a un país que desde el remoto pasa­do se distinguió en producirlas… Si de alguna gloria nos ufanamos es, precisamente, de haber encontrado una solu­ción peruana para los problemas nacionales” (Bourricaud , 238).

No debe perderse de vista que el nacionalismo populista per­mitiría consolidar el frente político interno siempre y cuando se lograra asegurar la acechanza del “peligro” imperialista que permitiera reclamar tal unidad nacional. Es por esto que la historia volvería a repetirse. Al igual que ayer Belaúnde, se “manifiesta desconfianza y escepticismo respecto de to­da solución que acreciente la dependencia del país de los mercados y capitales extranjeros… El nacionalismo… cobra un relieve más acusado: la desconfianza hacia las grandes compañías extranjeras y especialmente hacia la famosaInternational Petroleum (Bourricaud, 244, 247).

Muy rápidamente, sin embargo, el nuevo gobierno seguiría la misma conducta de Belaúnde frente al imperialismo. Los contra­tos petroleros y el convenio aéreo comercial con los Estados Uni­dos son pruebas palmarias del falso nacionalismo populista.


El anti­centralismo

Pero hay más. Al igual que antes lo hiciera Acción Popular, sería importante “reivindicar” las aspiraciones de las provincias olvidadas, el interior marginal de la república, el campesinado y la agricultura. Así el populismo debería establecer, al menos en la retórica, “una ruptura deliberada con los hábitos centralistas y un esfuerzo por recoger las exigencias provincianas. La provincia no puede gobernarse como simple colonia, a base de un centralismo por control remoto, no sólo ineficiente, sino ofensivo al decoro de las regiones que mis adversarios no se han dignado visitar… Voy en busca de los pueblos a escuchar su reclamo y recoger su esperanza. No aguardo en la quietud de mi casa que ellos toquen a mi puerta. Soy yo quien los visita en la costa, en las serranías, las punas y las selvas” (Bourricaud, 236).

Como se podrá percibir, el mensaje belaundista y el del nuevo caudillo son excesivamente parecidos. La anterior cita, tomada de un discurso de Belaúnde, no desentonaría en una perorata del líder de 1985.

Según Bourricaud, es así como el populismo “piensa contar con las esperanzas que ha hecho nacer ca­si por todas partes anunciando los prodigios que no dejarán de hacer surgir las iniciativas espontáneas de las comunida­des, de las aldeas perdidas en la sierra… Ante todo, para él el punto de referencia es la sierra” (Bourricaud, 244 y 259).

Empero el anti-centralismo oral es uno de los rasgos que per­mite apreciar con mayor nitidez las limitadas intenciones del po­pulismo. En efecto, la constitución política del Perú establece plazos perentorios para la regionalización y descentralización del país. Estas acciones, incluidas hace más de medio siglo en el ideario aprista, constituirían un paso importante en el camino de la ampliación de la base de sustento de la democracia en el Perú y la transformación de la estructura del estado. Desafortunadamente, al menguar las atribuciones de los órganos políticos centrales, el proceso constitucional entra en conflicto con los objetivos personalistas de concentración del poder, tan caros al populismo.

Es esta la razón que explica porqué, inicialmente, se ensayará la distracción de la opinión pública con la propuesta de la micro-regionalización. Esta permitiría manejar publicitariamente el concepto de anti-centralismo y postergar de manera indefinida la creación de las regiones y los respectivos órganos de gobierno, sin cuya implantación no podrá haber una efectiva descentralización en el Perú.

A lo largo de 1986, el caudillo persistiría en su actitud. Así, a mediados de ese año, el nuevo líder enmendaría la plana a un prolífico diputado organizador de eventos de diversa naturaleza, entre ellos de regionalización y temas afines. A tan distinguido servidor suyo, el gobernante populista propinaría una lección de descentralización sin creación, por supuesto, de gobiernos regionales. Dijo en esa oportunidad el caudillo que antes que re­gionalización, lo que el Perú requería era descentralización. En forma irónica, se adhirió justamente a la tesis que Haya de la Torre combatiera: la descentralización de los explotadores, manteniendo la estructura de poder centralista.

Meses después, en marzo de 1987, el caudillo tendría que de­cir exactamente lo contrario, no por convicción ni voluntad pro­pia sino forzado por la exigencia de eclipsar con el tratamiento del tema la consideración de aspectos negativos para su gestión como los constituidos por el asalto a las universidades y la apari­ción del informe de Amnesty International en torno a la masa­cre de los penales.

La manipulación de la opinión pública

Como ya se ha establecido, el populismo sigue mecánicas y pautas de conducta precisas. Una de ellas –la manipulación de la opinión pública– fue destacada hace dos décadas por Celso Furtado: “Hasta el presente, la acción política apoyada en masas heterogéneas ha asumido la forma de populismo, que con­siste en la manipulación de la opinión pública en función de objetivos personalistas” (Furtado, 25).

La necesidad de digitar a la opinión pública obliga al caudillo populista a asegurar su influencia eficaz, directa o indirecta, so­bre los medios de comunicación social. Deberá asegurarse que éstos transmitan el mensaje apropiado, la noticia correcta y el detalle preciso que permita acondicionar la moldeable opinión pública a las exigencias del populismo. ¿Cómo lograr este objetivo? Alguien podría pensar que sería ne­cesario expropiar diarios o estaciones de radio o televisión. Co­mo se podrá comprobar esto no fue necesario. Bastó con utilizar los servicios de los dóciles medios de expresión de los principa­les grupos del intocable poder económico. O designar como ase­sor presidencial al dueño de una poderosa red de televisión. O nombrar a algunos directores de diarios o periodistas-clave como asesores de prensa de tal o cual ministro. O facilitar la elección como parlamentario de algún propietario de periódicos. O recor­dar permanentemente a ciertos medios sus cuantiosas deudas con el sistema financiero. O administrar con inteligencia la cuantiosa publicidad de las dependencias del gobierno central y las empresas públicas. O establecer uno que otro medio de ex­presión. Así de fácil.

Obviamente, detrás de la política populista se oculta la con­cepción del caudillo en cuanto a la prensa. De acuerdo con ella, los medios de comunicación social deberían estar bajo su con­trol real.

El caudillo

El movimiento populista, en la generalidad de los casos, se encarna en un hombre que deviene caudillo.

El caudillo logra convocar inicialmente un amplio movimien­to de apoyo en su favor. Exhibe ante el país una figura aparente. Se trata de un hombre providencial, de amplia capacidad histriónica y marcado dinamismo juvenil: él es “el conductor” –recuérdese que en alemán la palabra führer tiene este significado–. Sin embargo, a pesar del decorado, la realidad indicará finalmen­te otros rasgos característicos que se procurará mantener ocultos: el individualismo, la improvisación, la falsificación política y la inmoralidad. Como decía Víctor Raúl, “el caudillo es el producto del exceso de energías de un pueblo que –por lo menos en el instante en que aparece– no tiene ni pauta, ni ruta, ni plan. Es una fuerza caótica, desorientada, carente de una materia histórica que mode­lar, que conformar, que bruñir. Todo en él se va en violencia, en estampido, en sangre, cuando no en infecundos en­sayos, en fallidos propósitos o en fantásticos delirios de grandeza. El caudillo salta cuando los ejes del mecanismo social de un pueblo se descentran o se rompen. Es, pues, el caos y el desorden hechos individualidad humana” (PHT, 227).


La apariencia


El caudillo se muestra ante la opinión pública con aristas per­sonales bastante definidas. Se trata de un hombre providencial, mesiánico y necesario; con grandes aptitudes para la actuación política; de inacabable dinamismo juvenil.

El hombre providencial

Pasando por encima de las enseñanzas de Haya de la Torre y aceptando más bien la influencia de Leguía, el gobernante popu­lista se mostrará ante la colectividad corno el Mesías demandado para la salvación de la patria. Al igual que en el oncenio, con el nuevo caudillo volveremos a pensar que puede existir un “líder de la Patria Nueva”. Estaremos, nuevamente, frente al “Júpiter Presidente”, el “Gigante del Pacífico”, el “nuevo Viracocha”.

Al respecto, hace mucho tiempo ya, los fundadores del aprismo dieron una completa explicación acerca de la figura política del providencial. De acuerdo con ellos, éste sólo podría surgir en sociedades de muy atrasada vida política, en las que todavía se cree en la ocurrencia de milagros o fenómenos sobrenaturales: “En una sociedad organizada no pueden surgir, tampo­co, los hombres providenciales. El providencialismo es una forma de la superstición, es una supervivencia de primitivas y oscuras latrías. Un pueblo que cree en el providencialis­mo de un hombre es como un niño que cree en genios miliunanochescos o en fantasmas sobrenaturales. Una socie­dad organizada tiene confianza en sí misma; sabe que en ella, como entidad colectiva, reside únicamente la clave de sus destinos, y no espera nunca que le venga del cielo, co­mo un fruto milagroso, lo que sus entrañas han sido inca­paces de concebir” (PHT, 228).



El incipiente grado de desarrollo de la política peruana permite el surgimiento de los “providenciales”. El populismo de los años ochenta es un fenómeno de profunda connotación mesiánica.

Desafortunadamente, los providenciales arrastran graves problemas consigo. Uno de ellos es la seguridad que tienen en su infalibilidad absoluta. Los nuevos Mesías son genios que nunca se equivocan. No aceptan críticas ni consejos. En extraña premonición, Víctor Raúl explicaría al respecto: “Así surge el providencial, el mesiánico, el hombre nece­sario situado más allá de toda correlación o medida crítica, por encima de cualquier consejo o advertencia, tan absolu­to –y generalmente mucho más ignorante–, como cual­quier déspota asiático de la antigüedad. Sobre él no hay re­gla o principio que sean valederos. Jamás se equivoca. Es como el “caudillo” o el Ducea sempre raggione. Omnisapiente, infalible, ¡ay de aquel que ose dudar de su sabiduría: será reo de lesa patria!” (YDGQ, 208).



La capacidad histriónica

El caudillo populista demostrará singulares cualidades para la actuación política. Al fin y al cabo, si se desea “llamar al pueblo” y “movilizar las masas” se debe efectuar un aporte propio, personal. Bourricaud comentó que el caudillo populista “dispone ante todo de su capital de seducción personal, de su arte de inventar bellos gestos y hermosas frases… de su aptitud para dramatizar... y para desempeñar los papeles simpáticos... Procura trocar en favorable una si­tuación, respondiendo al reto que ésta inflige a sus preten­siones, por medio de gestos o de posturas” (Bourricaud, 255 y 259).


Esta versátil habilidad para la actuación articula a la perfec­ción rasgos en apariencia contradictorios, en realidad complementarios, destinados a realzar la imagen del líder. Analizaremos un par de ejemplos que permitirán que nos expliquemos.

El primero de ellos lo podemos encontrar en la invasión del terreno del ex-fundo Garagay. Ciertamente cumpliendo órdenes emanadas del ministerio del interior –es decir del gobierno– las fuerzas policiales reprimieron a los invasores de manera inhumana, quemando sus escasas pertenencias y devastando lo que encontraron a su paso. Con posterioridad acudió a la zona el presidente de la república en persona, quien anunciaría la solu­ción del problema, la inminente expropiación del terreno y el traslado de algunos invasores a otras áreas.

El segundo ejemplo lo proporciona la elevación de las tarifas del servicio eléctrico, en los inicios del presente régimen. En principio, el organismo gubernamental responsable autorizó una determinada alza que luego sería reducida por orden del presidente de la república.

En ambos casos se produjeron situaciones impopulares, indu­cidas por la acción gubernativa. El líder populista intervino, corrigió a equivocados y torpes funcionarios y defendió a los más pobres del abuso que se quería cometer con ellos. Es así como se desempeñan los papeles simpáticos, dejando que otros miem­bros del gobierno asuman los roles ingratos.

El dinamismo juvenil

Una característica importante del populismo es presentarse ante la opinión pública como un movimiento joven, sin compro­misos con los viejos equipos. Refiriéndose al populismo nacien­te, Bourricaud recordó que “se presentaba como un movimiento joven, sin ataduras ni compromisos con nadie” (Bourricaud, 233).

Debe recalcarse que esta acción política juvenil no debe guar­dar lazos con dirigencias envejecidas o estereotipadas frente a la opinión pública, aún así estas provengan del partido del líder populista: “A este respecto [en] los discursos que pronuncia... es perceptible el tono juvenil, ardiente, heroico. El recién llegado a la escena política... pone especial cuidado en distinguirse de los viejos equipos” (Bourricaud, 233, 254).

Un rasgo esencial del populismo es presentar al joven caudillo como hombre en permanente actividad. Bourricaud lo recuerda con estas palabras: “Los rasgos políticos se ordenan en torno de un tema central de dinamismo, de actividad... Candidato de la ju­ventud... ataca el “inmovilismo” de sus predecesores y denuncia la “inmoralidad”... Toma también sus distan­cias respecto de las figuras ya conocidas y ofrece al pueblo la opción entre el inmovilismo y la renovación, la fuerza capciosa de los pactos y el poder de la espontaneidad po­pular, entre el pasado con sus errores y el futuro con todas sus esperanzas” (Bourricaud, 234 y 235).

El extremado dinamismo juvenil se expresa en variadas for­mas de exhibicionismo.

La más elemental se refiere a la recargada actividad presi­dencial, tan necesaria para impresionar a cierto periodismo que sólo recoge apariencias y no contenidos. De esta manera, se con­siderará muestra de dinamismo pilotear helicópteros; conducir camionetas de doble tracción; hacer disparos certeros en tan­ques del ejército; revisar chancherías; organizar prolongadas “reuniones de coordinación” –obviamente televisadas– con funcionarios públicos; visitar ampliaciones de maternidades; fiscalizar la apertura de campos deportivos; inspeccionar panade­rías o supervisar refacciones en playas, como si para desarrollar esas tareas no existieran los funcionarios apropiados. La búsque­da de primeras planas así diseñada permitirá a algunos medios de expresión indicar que el presidente marcha a una velocidad a la cual no caminan los ministerios, la administración pública, el poder legislativo ni el poder judicial. El anterior comportamiento obedece a la necesidad que tiene el populismo de hacer olvidar los problemas trascendentales del Perú, contra los cuales no se desarrollan acciones efectivas.

En segundo término puede mencionarse la extravertida con­ducta del caudillo. Ésta trata de demostrar que el presidente no cae en el juego de verse retenido dentro del Palacio de Gobierno. La extraversión del nuevo líder populista sería una aplicación corregida del ejemplo de don Augusto Bernardino Leguía, quien gustaba de “las fiestas sociales, las veladas teatrales, el hipódromo [y] el juego de carnaval” (Basadre, 177).


En nuestro caso, la modalidad por exce­lencia de expresión dinámica es el balconazo. Sirve también para apreciar el tipo de movilización popular que se desea. El pueblo, adecuadamente manipulado, servirá para el aplauso, la aprobación y la afirmación de las intenciones populistas. No se preten­derá en ningún momento la genuina participación popular que sirva de sostén y control de un auténtico proceso de cambio social.

No obstante, la muestra más elevada de esta movilidad está representada por la presencia populista en importantes eventos internacionales. Belaúnde en los años sesenta tuvo su Punta del Este. El líder de los ochenta debería sobrepasar el ámbito estric­tamente latinoamericano y penetrar, sin mayor preámbulo, en la escena mundial. Por ello, aceptaría y tratará de usar en provecho personal hasta la más mínima posibilidad de ejercer presencia internacional.


La realidad


La realidad del caudillo populista es bastante distinta de la imagen que se le atribuye. En verdad, el caudillo es un hombre caracterizado por una inquietante desorientación histórica; un instintivo que actúa en un marco de improvisación, inmediatismo y mediocridad; un individualista que cultiva la arrogancia, el autoritarismo y la falsificación política. Su gobierno incurre prontamente en la inmoralidad.

El individualismo

En principio, el rasgo más importante de la realidad del caudi­llo populista es la sensualidad por el poder demostrada en su marcado individualismo.

El APRA siempre criticó los sesgos políticos de carácter indi­vidualista. Víctor Raúl afirmaría a propósito de la magnitud del esfuerzo a realizar para resolver la crisis peruana: “El problema es inmenso y no podemos creer que ningu­no de nosotros tiene la solución total. Si yo hubiese creído que tenía la solución total de los problemas del Perú no ha­bría pedido la ayuda de los apristas. No hubiera fundado el Partido. Y he fundado un partido porque me sentía inca­paz e impotente de resolver solo los problemas que, sin em­bargo, divisaba, veía” (TM, 359).

Haya concluiría al respecto: “El individualismo ha muerto y todo individualista es burgués o es reaccionario. Hay que acabar con los que no saben sentir su responsabilidad de células dentro de los organismos” (PEAL, 20).

El caudillo individualista dará muy rápidas muestras de dege­neración autoritaria. Muy pronto se descubrirá su personalidad arrogante, prepotente, soberbia y altanera, perceptible, por ejemplo, en el marcado uso oratorio de una primera persona gramatical imperiosa y autosuficiente y en el despectivo trato pú­blico conferido a funcionarios estatales e, incluso, ministros de estado. Este comportamiento se encuentra en oposición a lo que de­bería ser la conducta política del aprismo: “El aprismo, que no es arrogante... no tuvo nunca la forma hipertrofiada de la prepotencia” (DI, 403).


Las desviaciones individualistas se verán rápidamente complementadas por un rasgo adicional: la mediocridad. Podríamos aplicar a este régimen las palabras que Basadre escribiera respec­to al de Leguía. El gobierno populista tampoco escapó “salvo excepciones particulares y aisladas, a la ley según la cual los gobiernos despóticos tienden a rodearse de gen­te mediocre; y, antes bien, había ido eliminando sucesiva­mente a quienes alcanzaban algún relieve al lado del presi­dente, del Viracocha, como decíase sin rubor” (Basadre, 188).

Se cayó así en el defecto de siempre de la política peruana. Al respecto, Víctor Raúl expresó hace casi seis décadas: “[El Perú es] un pueblo donde el hombre público se aprovechó siempre, para el logro de sus propósitos, de las más vedadas y simiescas maniobras; donde el arribismo fá­cil y el fácil acomodo fueron norma y costumbre; donde, por un curioso arte de birlibirloque se facturaron celebrida­des, se descubrieron genios y se acuñaron portentos; donde para mejor medrar y más resplandecer, se fomentó la igno­rancia y se organizó el desorden” (PHT, 229-230).


La improvisación


De acuerdo con Haya de la Torre, el político que quisiera go­bernar el país debería acreditar una amplia formación como estadista: “La política contemporánea es política de estadistas. Y el estadista debe ser científico, tecnólogo y probar que ha sido preparado y capacitado para la eminente misión de gobernar, que es una función hoy día, quizá la más difícil de las funciones, sobre todo en los países subdesarrollados” (DII, 385).

Sin embargo, Víctor Raúl también percibió que “el Perú, donde no han faltado hombres brillantes en muchas actividades, ha sido siempre uno de los países latinoamericanos más faltos de hombres organizadores, realmente preparados y con efectiva visión política” (AVI, 215).

¡Ironías del destino! Precisamente, ése es el caso del nuevo populismo y su caudillo que, como resultado de su desorienta­ción y enfrentados a la acción de gobernar caen, en principio, en el inmediatismo. El nuevo líder “vivirá al día”; se manejará, estrictamente, en el horizonte temporal del inmediato corto pla­zo. Al respecto, Haya de la Torre explicaría: “Además, eso de después se verá es expresión psicoló­gicamente nuestra. Somos idiosincrásicamente impreviso­res. En política, como en todo, vivimos al día. El futuro nos interesa como un misterio que ha de irse revelando y desgranando en sorpresas. Jugamos a la lotería porque para nosotros la vida es lotería. Hacer el futuro, trabajarlo, construirlo, proveerlo, no constituyen imperativos de nues­tra mentalidad. Cuando tratamos de forjar el futuro, fantaseamos” (AVI, 210).

Por esta razón, se le podrían aplicar al caudillo populista las mismas palabras usadas por Basadre para describir a Leguía: “De acuerdo con ese carácter arbitrario de su personalidad, carecía de un criterio profundo en lo que se refiere a las cuestiones políticas y sociales... No se preocupaba tanto de encarar los problemas, sino de encarar las situaciones”(Basadre, 46).

En conjunción con su inmediatismo, el caudillo populista se ve en la necesidad de desarrollar al máximo el uso del instinto político, a no dudarlo como dispositivo destinado a disimular su falta de preparación: “Surge naturalmente el problema de nuestra imprepara­ción. La ausencia de educación política científicamente fundamentada; el exceso de improvisados y de imprepara­dos, o la abundancia de instintivos que con poco sentido de la responsabilidad –cuando han sido sinceros–, usaron del gobierno como escuela de aprendizaje, como campo de experimentación elemental, tropezando y errando muchas veces, hasta encontrar su propio camino” (AVI, 193).

Más aún, en la medida que la función de gobierno se compli­ca, se hace más aguda la recurrencia al “instinto”, al “olfato”, a los “buenos reflejos”. Haya de la Torre describió así el proceso: “Nuestros gobernantes, a medida que deviene más difícil y complicada la tarea de abrir camino y conducir, tratan de salvar su situación, haciendo del instinto factor decisivo de gobierno. Y el instinto, como impulso indeliberado y pri­mitivo, sólo conduce a la indeliberación y al primitivismo, que son características de nuestras autocracias” (AVI, 208).

François Bourricaud, por su lado, encontraría esta misma cualidad inspirativa en Belaúnde. Para el sociólogo francés, el caudillo “no es un doctrinario, es un hombre político... Es un empírico inspirado” (Bourricaud, 232, 237).


La falsificación política


El 19 de junio de 1904, don Nicolás de Piérola denunció el fenómeno de la desnaturalización política peruana. Hace más de ochenta años, el líder demócrata afirmó: “La causa de los males públicos está encerrada en esta fórmula terrible: instituciones, hombres y cosas, todo ha sido falsificado, no son verdad aquí” (Basadre, 152).

Con el nuevo populismo, la falsificación política estará a la orden del día. Tal cual predijera Víctor Raúl, el caudillo deberá “crear situaciones ficticias en la realidad del pueblo su­jeto a su despotismo para lograr estabilizarse en el poder que detenta” (CA, 35).

Si usáramos la terminología de Jorge Basadre, tendríamos que reconocer que ha surgido un tercer Perú. Al país legal y al país profundo se ha unido ahora el país del falaz discurso popu­lista, que no soporta contraste alguno con la realidad. Un Perú mítico y de ensueño imperará en las charlas del líder popu­lista. Señalaremos dos ejemplos de este Perú discursivo.

El primero de ellos se refiere a la veracidad de la famosa tesis acerca de la deuda peruana.

En el Perú del discurso se proclamará que el país sólo dedica­rá el diez por ciento del valor de sus exportaciones para el servi­cio de su deuda externa; en la realidad se pagará más del cincuenta por ciento de estas como servicio y luego se efectuarán malabares contables para probar ante el pueblo el “cumplimiento” de la promesa. Con este fin no entrarán a la cuenta del diez por ciento los pagos a otros países latinoamericanos; los egresos destinados a organismos de la región; los adeudos cancelados en especie y los pagos por deu­da de corto plazo, entre otros. Así, con las cuentas del Gran Bonetón en funcionamiento, cualquier país “paga” el diez por ciento del valor de sus exportaciones como servicio de su deuda.

Un segundo ejemplo está vinculado a los luctuosos sucesos de los penales ocurridos en junio de 1986. Ante esos hechos, en el Perú del discurso se afirmará que la masacre fue un acto inhu­mano, originado por excesos en la acción de las fuerzas represivas. El proceder real sería otro: se trataría el asunto como si nada grave hubiera sucedido, olvidándose que antes se declaró, para los titulares periodísticos, “o se van ellos o me voy yo”.

Afortunadamente, estos juegos de palabras tienen sus limita­ciones, sea que se comparen con la realidad diaria o con la etapa auroral del aprismo. Como decía Bourricaud, refiriéndose a Belaúnde, en párrafo aplicable al nuevo líder populista: “Su aptitud para eludir las opciones, su consumado arte para manejar imágenes arrebatadoras, lo expone al doble reproche de sincretismo y de inconsistencia; una habilidad demasiado constante y demasiado previsora puede acabar por irritar e inquietar a quienes perciben muy bien la mano del artista y los trucos del mago” (Bourricaud, 254).

Un segundo mecanismo para influir en la sociedad está vincu­lado al uso del bluff, es decir la necesidad que tiene el caudi­llo de recurrir a propaganda basada en falsedades. Muchas veces el bluff se instrumentalizaría a través de la utilización de oportunas y múltiples cajas de resonancia.

La historia del Perú nos demuestra que las cajas de resonan­cia se compran. Uno de los maestros indiscutibles en este tipo de transacciones sería Leguía. Haya de la Torre lo analizó a fon­do y reflexionó sobre su conducta en Construyendo el aprismo. Las mismas palabras que Víctor Raúl pronunció en 1930 pueden ser aplicadas a cabalidad al caudillo populista de hoy que “compra y a bajo precio, porque en eso sí que es un gran comerciante, políticos peruanos. ¡Qué gran mercader de esclavos habría sido ese hombre en los tiempos de la Co­lonia! ¡Tasa y rebaja mercadería humana, como nadie! Al número ya crecido de políticos comprados por él, se une ahora, buen número de intelectuales, de periodistas, de mi­litares, etc.” (CA, 25).

Acerca del bluff, Haya tendría una percepción bastante níti­da: “Nosotros no debemos olvidar las palabras de aquel sin­cero norteamericano que confesaba, que el secreto de la fuerza yanqui, en todos los órdenes, radicaba en que su actividad era cincuenta por ciento bluff y cincuenta por ciento realidad” (AVI, 229). Empero, en conclusión que compartimos, afirmaría: “vivir sólo de bluff o de la propaganda no es posible” (AVI, 230).

La inmoralidad


Muy rápidamente, el gobierno populista incurriría en inmora­lidad. Las acusaciones de deshonestidad se multiplicarían en to­do el país. Se acusaría la comisión de alegres licitaciones y la utilización de la publicidad estatal en provecho personal. Se pondría en el tapete la existencia de planillas salariales secretas. Por su lado, diestros en la práctica del arte de la supervivencia a través de diversas administraciones, pícaros funcionarios públicos seguirían haciendo de las suyas, secundados por oportunis­tas recién llegados. Deudores crónicos del sistema bancario debutarían o reaparecerían como autoridades financieras. Com­probando cuán verdaderas resultaron las advertencias de Haya de la Torre y Seoane respecto a los abogados, aparecerían algunos de ellos vinculados a escandalosos negociados con narcotraficantes o empresas en situación de falencia económica. Quien denunciare la inmoralidad –sea la Contraloría General de la República o representantes parlamentarios– serían desautorizados con múltiples argumentos y epítetos.

Tal cual sucediera con Leguía, resulta indudable que la inmo­ralidad al interior del gobierno sería promovida indirectamente por la conducta caudillista. Contribuyeron a la generación de la inmoralidad populista, utilizando las palabras que Basadre aplicase al dictador del oncenio, “su ambición mimada y exacerbada, la situación privi­legiada de los que con él compartían el poder, la malla ca­da vez más densa de los intereses creados alrededor de su régimen, la aparente atonía del país” (Basadre, 187).

Víctor Raúl afirmaría que esta situación, en sí misma, sería penosa y degenerativa: “Cuando la juventud presencia el espectáculo de un país desorganizado, desmoralizado y vendido, la juventud no puede aprender sino una lección de desesperanza” (PCPA, 477).

Haya siempre pensaría que no podría haber progreso sin mo­ral: “Un sistema de moral, es siempre el respaldo de todo progreso. Ejemplos vivos de esa moral, son indispensables para la educación” (PCPA, 477). Recordó además que “los pueblos no se educan únicamente en las escuelas, colegios o universidades, se educan primordialmente en el ejemplo. La moralidad gubernativa es una de las enseñan­zas fundamentales que deben darse a un pueblo” (PCPA, 476).

La conducta

El mensaje de apertura y compromiso con todos permite al populismo influir sobre amplios sectores de la población. Sin embargo, esto no basta. Debe garantizarse también la imposi­bilidad que se produzcan roces o reacciones contrarias en los grupos de poder e instituciones que juegan roles fundamenta­les en la escena política nacional. Por todos los medios debe im­pedirse la ocurrencia de fricciones con grupos de presión que podrían hacer peligrar los objetivos personalistas de “subir” y “durar”.

Conducta frente a los grupos de poder económico

A poco de iniciado el régimen populista, un conocido editorialista, representativo de los intereses de las clases dominantes, proclamó en el diario Expreso la muerte de la derecha en el Perú. ¿Es esto verdad? De ninguna manera. La derecha sigue copando el poder a través de sus representantes e, incluso, de algunos que sin serlo no se percatan que contribuyen al cumplimiento de sus designios. La derecha ha muerto, ¡viva la derecha! fue lo que le faltó expresar al lapidario escribiente.

La mayor prueba de esta afirmación la podemos encontrar en el comportamiento de los grupos de poder económico. Como se sabe, éstos sólo demuestran preocupación frente a tendencias políticas que puedan afectar sus intereses. En tanto los objetivos del populismo no aspiran impulsar procesos de reforma o revolución, los grupos de poder económico supieron adaptarse con eficacia y rapidez al nuevo liderazgo político.


En los años sesenta, Bourricaud recordaría muy bien la indi­ferencia de los grupos de presión frente a los políticos que res­peten las reglas de juego del libre cambio: “Para el grupo de La Prensa poco importa, en resumi­das cuentas, que la primera magistratura sea ejercida por éste o aquél, siempre que se preserven los buenos princi­pios y que se garanticen las libertades necesarias (principalmente, si no exclusivamente, la libertad de circulación de las mercancías y de los capitales)” (Bourricaud, 232).

Últimamente, el gobierno populista se inclinó hacia la concertación con la burguesía nacional, representada por el conjun­to de los doce apóstoles empresariales. Se olvidó así lo expli­cado por Haya de la Torre en relación con el tema: “Con la oligarquía no podemos estar jamás de acuerdo, nunca lo estuvimos, pues fuimos nosotros los primeros en señalar la necesidad de un cambio económico y social en el Perú” (DII, 442).

Conducta frente a las fuerzas armadas

Además de los grupos de poder económico, el populismo con­sidera deparar un especial tratamiento a las fuerzas armadas –obviamente en especial al ejército– en tanto la intervención de estos institutos en política puede cortar las aspiraciones de retención del poder. Por eso Bourricaud señalaría refiriéndose al caudillo populista: “Para asegurar plenamente sus retaguardias... se aplicará a ganarse simpatías en el ejército” (Bourricaud, 249).

Ya en los años ochenta, esta cuidadosa conducta tendrá que aceptar la continuación de la política antisubversiva del régi­men belaundista, la misma que en su momento fuera denuncia­da por basarse en la práctica del terror para combatir el terror y por su persistente violación de los más elementales derechos del hombre. Existen motivos más que suficientes para presumir que se sigue incurriendo en excesos represivos en la zona de emergencia, como detenciones sin mandato judicial, desapariciones de personas previamente apresadas, torturas, asesinatos, vejaciones y amenazas de distinto tipo en contra de la seguridad personal.

La masacre de Accomarca, tan incomprensible como el mis­mo hecho que sus autores intelectuales y materiales hayan vis­to desvanecer su responsabilidad ante la colectividad, es una muestra cabal de la persistencia de la irracionalidad en el combate contra la guerrilla. Frente a esta política de exterminio antisubversivo y, específicamente, en referencia a lo sucedido en Accomarca, el ministro de guerra de ese momento declaró al oficial al mando de las operaciones fatales como un defensor calificado de la democracia. Ningún otro miembro del gobierno desmintió la aseveración.

Si los anteriores excesos ocurren con el nuevo régimen no es factible pensar en la sanción de los abusos ya cometidos ni en la defensa de los derechos ciudadanos conculcados. Debe evitar­se el surgimiento de descontentos al interior de la fuerza armada. Ellos pueden poner en tela de juicio para el populismo la po­sibilidad de retener el poder...

Empero, con su comportamiento frente a la guerrilla, el go­bierno atentó directamente contra el pensamiento de Víctor Raúl. Hace muchos años, éste había advertido que los fenóme­nos políticos y sociales que parten de un basamento económi­co reconocido no pueden ser afrontados con el uso de la repre­sión, toques de queda o estados de emergencia. Por el contrario, la aplicación de la fuerza conduciría obligadamente al fracaso: “Es absurdo pretender resolver las crisis sociales cuyas causas son económicas usando la fuerza. El concepto del orden social basado en la fuerza es anticuado y negativo. El orden social se consigue por el orden económico. El orden de un cuartel se puede conseguir simplemente por la fuerza. No así el orden de un país. Nada es más peligroso que aplicar el criterio del gobierno de un cuartel, al del go­bierno de un estado. El fracaso, tarde o temprano, será inexorable. Tanto más tarde, tanto peor” (PCPA, 471).

Además, Víctor Raúl se hubiera opuesto a la posibilidad que el Partido (y hoy el gobierno) pudiera responder a la violencia con violencia, cayendo en el terreno de la barbarie: “El civilizado que cae en manos de una horda de salvajes, se defiende pero no se salvajiza, y si es su víctima, com­prenderá fácilmente que es la inferioridad de sus victima­rios la que ha determinado tal acto. Me parece que noso­tros estamos y debemos estar en un nivel superior al de la barbarie que trata de victimarnos; por esto, sin dejar de ser enérgicos y firmes, debemos evitar el barbarizarnos, lo que sería olvidar la misión civilizadora del Partido. Todo esto me parece fundamental para quien aspire a ser un verdade­ro compañero, y todo esto debe ser, también, objeto y nor­ma de nuestra constante enseñanza” (CAPA, 212-213).

Para Haya de la Torre, la única manera de enfrentar este tipo de problemas es revolucionariamente, en otras palabras, acometiendo las grandes tareas de la liberación nacional y la emanci­pación de las clases trabajadoras, en un marco de pleno respeto a los derechos humanos: “Por encima de los caudillismos, por encima de las am­biciones, por encima de los caciques, nosotros queremos un movimiento caudaloso de fe y de exigencia de los dere­chos humanos que sean los que normen la nueva vida de un Perú completamente liberado de todo aquello que sig­nificó opresión e injusticia” (DII, 495).

Respecto a la responsabilidad de la represión gobiernista, val­dría la pena recordar algunas palabras de Víctor Raúl, válidas en este momento: “Quien asesina a estudiantes y obreros, no sois vosotros, soldados, que obráis bajo el terror: es el tirano sombrío que se esconde ahí” (PCPA, 481).

Finalmente, debe hacerse una mención acerca de la creación del ministerio de defensa. En apariencia, la presentación de este proyecto abonaría en contra de lo sostenido en líneas preceden­tes; en realidad, sólo confirmaría la tesis ahí sustentada.

La iniciativa fue sugerida con la atractiva finalidad de minimi­zar la posibilidad de ocurrencia de golpes de estado por la pues­ta en práctica de la racionalización de la dirección de la fuerza armada y la transferencia a la civilidad de poderes concentrados en su comando conjunto. Empero, la propuesta del ministerio de defensa fue extraída de debajo de la manga –al igual que la iniciativa regionalizadora– con el verdadero propósito de re­componer el apoyo político para el gobierno, bastante mellado por el asalto a las universidades, la puesta en circulación del In­forme de Amnesty International sobre los hechos de los penales y el deterioro de la situación económica. Se desvió así la atención de la opinión pública al tratamiento de un asunto cuya prioridad de discusión era ínfima en compa­ración con otros problemas de vital importancia para el país.

Lograda la adhesión del principal y más estratégico cuerpo de los institutos armados y con la velada oposición de los otros dos, la creación ministerial saldría adelante, no sin antes sopor­tar algunos “conatos” de rebelión aérea adecuadamente publicitados. Cumpliría así a plenitud la tarea para la que se le había diseñado: unir a la civilidad en la “defensa de la democracia frente al golpismo”. Todos respaldarían al gobierno; nadie se acordaría ni de universidades ni de cárceles.

Empero, a propósito de estos hechos, valga la oportunidad para expresar algunas impresiones en cuanto al rol futuro de la fuerza armada y la posibilidad de llevar adelante un verdadero proceso de transformación en el país. Como se sabe, de acuerdo con Víctor Raúl, una cabal revolu­ción tiene que hacerse actuando contra dos fuerzas poderosísimas: el imperialismo y la dominación económica interna. Si ellas lo­gran el apoyo de las fuerzas armadas –lo cual casi siempre fue el caso del Perú– la viabilidad efectiva de la revolución es muy reducida.

De ahí la necesidad de ganar a los militares para la perspectiva del cambio social. La experiencia histórica –Velasco– demuestra que esto puede ser posible. Un amplio programa de creación de conciencia y diálogo sobre la realidad nacional debe vincular a civiles y militares patriotas. Si se lograra tener éxito en esta ta­rea, no sólo no habría golpes de estado sino que, además, ha­bríamos eliminado uno de los más serios escollos para el triunfo de la revolución en el Perú.

Conducta frente a la Iglesia Católica

Con referencia a la Iglesia Católica, ésta constituye un impor­tante factor de formación y canalización de la opinión pública que debe mantenerse bajo control. No sólo menciones retóricas a la ayuda de Dios o visitas al Papa sirven para este propósito. También será menester expresar identidad de propósitos con la institución eclesiástica, como lo detectaba Bourricaud: “Lo que acaba de tornar completamente tranquilizado­ras las intenciones sociales [del caudillo] es que ellas coinciden con las enseñanzas de la Iglesia Católica, por lo me­nos con las más recientes cartas pastorales del episcopado peruano” (Bourricaud, 248).

Conducta frente a los trabajadores

En El Antimperialismo y el APRA, Víctor Raúl afirmó con claridad que el Partido debería representar a las masas trabaja­doras: “El APRA debe ser el auténtico partido representativo de las masas trabajadoras, a las que debe unificar en un gran frente. No nos interesa que los trabajadores pertenez­can a organizaciones rojas o amarillas, políticas o apolíti­cas. Nos interesa que sean trabajadores y que nos ayuden a dar fuerza al gran frente único antimperialista” (AA, 142).

El presente régimen, en vez de adoptar como suyas las pala­bras de Víctor Raúl, dispensaría a los trabajadores el mismo tra­to extraño, prescindente y represivo demostrado por los tradi­cionales gobiernos de derecha.

Previsoramente, desde la misma campaña electoral, el populis­mo evitaría identificaciones precisas con demandas de las clases trabajadoras que pudieran ser reclamadas posteriormente. Esa sería la razón por la cual el compromiso personal del gobernante sería lato: “con el Perú y con todos los peruanos”.

Ya en el poder, los trabajadores seguirían siendo los malos de la película, merecedores del castigo de la autoridad. Las huelgas seguirían siendo declaradas ilegales y los dirigentes laborales til­dados de agitadores sociales en busca de la desestabilización de la democracia. Distintos miembros del gobierno populista atacarán a las “cúpulas” sindicales y desarrollarán cerradas apo­logías del orden y el principio de autoridad que harán recordar la defensa de la insurrección trujillana hecha en 1932 por el pre­fecto revolucionario Agustín Haya de la Torre. La policía, ya reorganizada, reprimirá sin misericordia a humildes trabajadores por el delito de exigir la recuperación de sus perdidos niveles salariales o la reapertura de sus fábricas, cerradas fraudulenta­mente por malos empresarios.

El populismo es capaz de efectuar colectas de beneficencia por los niños del Perú mientras, en forma simultánea, persigue, maltrata y trauma a indefensos infantes que junto a sus padres mineros, pobladores de pueblos jóvenes o invasores reclaman su derecho constitucional a vivir una vida digna de seres humanos.

¿Existiría el aprismo o tendría una historia heroica de saber sus fundadores que la transformación que se llevaría a cabo, una vez en el gobierno, sería la revolución del papel sellado y del horario de verano, del balconazo y de los desfiles de modas? ¡Cuántos apristas no hubieran muerto en Chan Chan si hubie­ran podido intuir lo que se diría y haría a partir de 1985!

Haya de la Torre, en 1946, criticaría duramente esta actitud: “Así, la política de nuestro gran Partido, ha sido políti­ca de respaldo de todas las reivindicaciones de los trabaja­dores y lo sabe muy bien la clase obrera. No hemos participado en esa sutileza alarmista de creer que muchas huelgas ponían en riesgo la tranquilidad pública. No estoy de acuerdo. Creo que un espíritu de cooperación y solidaridad ha hecho que espontáneamente los trabajadores que tenían firme y clara conciencia política de su misión, como ciuda­danos, hayan pedido lo que sólo la conciencia y la justicia les imponía pedir” (TM, 309).

Con tales palabras, Víctor Raúl no haría sino confirmar una conducta política seguida desde la fundación del Partido. Re­cuérdese, por ejemplo, la respuesta del dirigente aprista Manuel Arévalo cuando en el Congreso Constituyente de 1931 el oficialismo adujo que la agitación laboral amenazaba la institucionalidad democrática:

“El señor Fuentes Aragón – Las instituciones se ha­llan amenazadas; está amenazado el orden social.
El señor [Manuel] Arévalo [PAP] – ¡La eterna mentira de los defen­sores de toda tiranía ha sido ésa!”
(Congreso Constituyente de 1931,  I-641).


Es sensible que un gobierno que debió haber sido distinto a los anteriores se valga de los mismos argumentos utilizados se­cularmente en su defensa por los regímenes de derecha. Si el go­bierno populista persiste en su política anti-laboral, la respuesta que debe esperar de los trabajadores no se hará esperar mucho tiempo. Víctor Raúl ya lo advirtió en 1923: “La solidaridad de los trabajadores se ha hecho cada vez más fuerte en el Perú, en nombre de las justas ventajas de la acción directa sindical y de las sangrientas represiones con que frecuentemente ha respondido la clase capitalista al menor reclamo del proletariado” (PEAL, 25).

La acción futura del aprismo

¿Qué puede hacer el Partido de Víctor Raúl frente a situa­ción tan extraña como la de ser sustento de un gobierno “apris­ta” realmente no aprista? En otras palabras, ¿cómo dejar atrás el populismo e iniciar el camino de la transformación social? Ob­viamente, existen algunas tareas fundamentales que deberían ser desarrolladas.

La primera de ellas se puede resumir en tomar conciencia del equívoco y limitado carácter populista del régimen, el mismo que se encuentra totalmente desvinculado de la matriz del pensamiento de Haya de la Torre expuesta en los capítulos previos de esta obra. A este respecto sería muy útil que el Partido promoviere un amplio debate sobre los problemas del gobierno y la crisis del populismo. Valdría la pena recordar el reto de Víctor Raúl: “Sería muy interesante someter a los dirigentes políti­cos del Perú a una controversia pública sobre los problemas fundamentales del gobierno. Nuestro Partido ha planteado esta demanda a todos los hombres que dirigen o que pre­tenden dirigir. Nosotros no creemos que seamos poseedores de la verdad absoluta, pero estamos listos a discutir en el terreno de los principios con los hombres y grupos que nos oponen. Justamente es lo que pedimos: discusión libre de los problemas nacionales ante la Nación misma” (PCPA, 462).

Además, debería abandonarse el ajuste táctico que ha regido la vida partidaria en los últimos treinta años. El APRA es la Alianza Popular Revolucionaria Americana. La revolución social es la razón de ser del aprismo; a ella se debe el Partido y se debe­ría deber el gobierno. Solamente transformando este Perú nues­tro se podrá cumplir con los postulados ideológicos y programáticos que dieron origen al Partido, a sus luchas y sacrificios. El gran objetivo aprista se puede condensar en un solo concepto: la revolución: “Revolución como transformación fundamental en el orden económico y social es la obra que nosotros quere­mos realizar, obra difícil antes y después de la toma del poder” (PHT, 261).

La renuncia al ajuste táctico no significaría desmerecer la ne­cesidad de asegurar la vigencia de regímenes respetuosos de los derechos humanos. El Partido debe defender las libertades democráticas sin perder de vista que su meta política es la trans­formación revolucionaria del Perú.

Debe quedar claro, asimismo, que la aspiración de retomar una perspectiva revolucionaria no podrá realizarse con un Parti­do Aprista convertido en apéndice del populismo gubernativo. Por el contrario, el PAP debe recobrar su personalidad y fortalecerse si de veras quiere aportar en el proceso de conducción de la revolución social que delineó Haya de la Torre. De ahí la im­portancia de difundir la ideología, conocer el programa, formar los cuadros y retomar los valores originales de fraternidad; de fe, unión, disciplina y acción; de nada por mí, todo por un nue­vo Perú, justo y libre, como predicaba el Código de la Federa­ción Aprista Juvenil.

La recuperación del PAP implica que el aprismo debería re­tomar su identidad ideológica y programática, ocultada por el ajuste táctico y su actual expresión populista.

El proceso de ideologización es requisito indispensable para liquidar la desviación presente. Ésta sólo puede perdurar en los marcos de un Partido en el que amplios sectores de su militancia carecen de formación doctrinaria.

A fin de poder cumplir con el anterior requerimiento, se exi­ge restablecer la disciplina ideológica del Partido, es decir la ba­se económica del programa aprista. El PAP, por tanto, debe re­flejar en su composición militante y directriz la presencia de las clases explotadas, en el orden de reivindicación señalado por Víctor Raúl: primero, el campesinado; luego el proletariado y finalmente las clases medias. Dicho en otras palabras, la mesocracia debe ser desplazada de la hegemonía política dentro del frente único; las clases productoras deben recuperar su papel dirigente.

En forma paralela, el PAP debe recuperar su combatividad original, desterrándose el inmovilismo social en que ha caído, reorganizándolo a fin de lograr su más activa presencia en las lu­chas por la defensa de los intereses populares. Como dijera Seoane: “Nosotros somos una generación beligerante y combati­va, una generación que empuña banderas de reivindicación y, consiguientemente, somos una generación de lucha. Nosotros no traemos la generosidad. Somos una generación fanática de la justicia. Y en lugar de la generosidad, sentimiento debilitante, que permite el contrabando de todas las claudicaciones, nosotros tenemos un criterio definido y firme de realización de la justicia” (Seoane, 132).

La acción futura del PAP debe basarse en el cultivo de las fuerzas morales propias del aprismo: “Si fijamos desde ahora estas fuerzas morales que deben servirnos de basamento, el Partido no sólo podrá cumplir su tarea con más facilidad y prontitud, sino que evitará muchos posibles conflictos posteriores. Hay que asentar, lo más firmemente que se pueda, estos principios afirmativos para evitar que la vida de nuestro Partido y su formidable cohesión –en nuestro país– se sostengan sobre aquellos peligrosos y usuales factores negativos (deseo de venganza, ansia de provecho individual, de sensualidad, de dominio, etc.)” (CAPA, 212).

Finalmente, debe insistirse en que mucho del éxito que pueda obtenerse en este esfuerzo dependerá de la inteligencia con la que la dirección del movimiento aprista sepa traducir en decisiones políticas las aspiraciones de transformación de las mayorías populares, por más intuitivas o imprecisas que éstas aparenten ser.

Como militantes de un Partido con larga ejecutoria de lucha tenemos que trabajar con tesón y esperanza para que la rectifi­cación se produzca. El deber militante impone evitar que el presente régimen fra­case y se desperdicie la oportunidad que la historia deparó al Partido y no a un aprendiz de caudillo. El APRA debe cumplir el compromiso transformador que es su razón de ser original. Nuestra tarea consiste en impulsar desde las bases la rectifica­ción de esta línea de acción política, reemplazándola por una concepción real de cambio social, acorde con los postulados ideológicos y doctrinarios del aprismo.

De no corregir su desviación populista, el fracaso del gobier­no lo hará formar parte del pasado vergonzante contra el cual insurgiera el aprismo. Contra esa posibilidad debemos mantener enhiestos nuestros ideales, pues “el deber del hombre de guerra, del revolucionario, del aprista, es mantener en alto su moral de luchador, hoy, mañana y toda la vida. Toda flaqueza, todo remordimiento, todo abandono a la desesperación o a la cobardía afecta o rompe la moral del hombre de lucha y da, indefectiblemen­te, una victoria fácil al enemigo” (CAPA, 245).

Tengamos fe. Finalmente el aprismo, como doctrina, como programa y como línea directriz vencerá. Como dijera Víctor Raúl: “Todo lo que hemos visto y todo lo que vemos en el es­cenario de nuestra vida política, ha de pasar. El diario in­glés The Manchester Guardian, ha calificado duramente nuestros recientes episodios, como interludios de una ópe­ra bufa. Para nosotros más que cómico, el espectáculo es trágico, pero debemos estar seguros de que tendrá su fin… El aprismo, a pesar de todos los obstáculos, cumplirá en el Perú su tarea histórica” (PCPA, 473-474).

Notas

[1] Hoy [1987] se discute mucho sobre la posibilidad de retorno de Andrés Townsend al Partido Aprista. Es paradójico: lo que se estaría buscando con la reincorporación de este político –indiscutiblemente ganado por las fuerzas de la derecha– sería volver a utilizar su figura, esta vez para cerrar el paso a pre-candidaturas presidenciales para las elecciones de 1990 no compartidas por el caudillo populista.

[2] En 1962, 1963, 1978 y 1980, las proporciones de votos válidos obtenidos por el PAP fueron 32.98%, 34.36%, 35.34% y 27.61%, respectivamente.


[3] Las anteriores palabras no deben ser malentendidas. Sin lugar a dudas, excluyen la posibilidad sectaria de ver en cada militante aprista un empleado de la administración pública.

Obras citadas

Obras Completas

Los textos de Víctor Raúl Haya de la Torre citados en el presente capítulo están incluidos en la segunda edición de susObras Completas, en siete volúmenes, publicadas por la Librería-Editorial Juan Mejía Baca (Lima, 1984). Se ha utilizado la clave siguiente para identificarlos con mayor facilidad, indicándose a continuación el volumen de las Obras Completasen el cual se incluyen:

AA         El antimperialismo y el APRA, Volumen 4.
ADVI     ¿A dónde va Indoamérica?, Volumen 2.
CA         Construyendo el aprismo, Volumen 2.
DI          Discursos I, Volumen 5.
DII        Discursos II, Volumen 7.
PA          Política aprista, Volumen 5.
PEAL     Por la emancipación de América Latina, Volumen 1.
PCPA     Pensamientos de crítica, polémica y acción, Volumen 2.
PHT       El proceso Haya de la Torre, Volumen 5.
TM         Testimonios y mensajes, Volumen 1.
YDGQ    Y después de la guerra ¿qué?, Volumen 6

Otros autores

Basadre, Jorge. 1931. Perú: problema y posibilidadEnsayo de una síntesis de la evolución histórica del Perú. Librería Francesa Científica y Casa Editorial E. Rosay, F. y E. Rosay. Lima.

Bourricaud, François. 1967. Poder y sociedad en el Perú contemporáneo. Editorial Sur, S. A., Buenos Aires. El capítulo cuarto de la segunda parte de este best-seller de los años sesenta analizó la política de Acción Popular y de su jefe, el arquitecto Fernando Belaúnde Terry.

Congreso Constituyente de 1931. 1932. Diario de los Debates. Volumen I. Lima: Empresa Editora La Opinión.

Furtado, Celso. 1966. Subdesarrollo y estancamiento en América Latina. Editorial Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires.

Seoane, Manuel. 1984. Izquierda Aprista. Lima: Okura Editores, S. A.

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