Un Año de Humala
Los politólogos no son oráculos. De hecho, somos malos en predecir. Lo somos porque el mundo político no es un laboratorio. Las condiciones del mundo real siempre están cambiando en maneras que no podemos anticipar.
Pero los politólogos tuvieron razón sobre Ollanta Humala. Durante la campaña electoral, varios periodistas decían con “certeza” que Humala iba a ser como Chávez. Pronosticaban una dictadura de izquierda, estilo Velasco, con nacionalizaciones, clausura de los medios, y hasta la llegada de los cubanos. Y ante la moderación de Humala, insistieron que era un lobo disfrazado de cordero.
La mayoría de los politólogos no compartían esa histeria. Esperaban un gobierno marcado por errores y conflictos internos, pero veían un gobierno chavista como poco probable. Por ejemplo, Martín Tanaka pronosticó un gobierno “errático, caótico, ineficiente, que paga el precio de su inexperiencia” –algo más parecido a Toledo que a Chávez. Julio Cotler pronosticó un gobierno débil. Acertaron los dos.
Por qué acertaron los politólogos? Porque sabían que los políticos son pragmáticos, en el sentido de que lo que más quieren es llegar al poder. Pueden tener ciertas preferencias ideológicas, pero estas preferencias casi siempre se subordinan a la búsqueda del poder. Con pocas excepciones, los políticos miden los costos y beneficios de sus acciones y buscan evitar acciones que ponen en riesgo su carrera política. Si un giro radical genera altos costos políticos, es poco probable que un político lo haga. Lo que mejor explica el comportamiento de los políticos, entonces, son los incentivos y las limitaciones que enfrentan.
Evaluando las condiciones políticas, económicas, y internacionales en el 2011, existían pocos incentivos para lanzar un proyecto de izquierda autoritaria en el Perú. No había crisis; la opinión pública se oponía al cambio radical; el crecimiento económico dependía mucho de la inversión privada y extranjera; el poder de los empresarios y la derecha estaba en auge, mientras la izquierda era muy débil; y en el nivel regional, el chavismo estaba en decadencia mientras el modelo de Lula estaba en ascenso. Ante estas condiciones, la mayoría de los politólogos concluyeron que el costo de un giro chavista sería muy alto, y por eso, que un gobierno humalista probablemente sería moderado. Y acertaron.
¿Adónde va el gobierno de Humala? Un año es poco tiempo para evaluar el rumbo de un gobierno. En julio de 1986, después del primer año de su primera presidencia, Alan García tenía una imagen favorable de 76%. La economía crecía y la inflación había bajado. Lula terminó su primer año con una imagen favorable de 40%. Durante ese año, Lula fue duramente criticado por no cumplir con sus promesas electorales, y el surgimiento de un grupo de disidentes de izquierda provocó una ruptura en su partido. El punto no es que Humala es como Lula, sino que mucho puede cambiar después de un año.
Dicho eso, veo tres posibles escenarios. En el primero, Humala sigue, en términos muy generales, el rumbo de Lula: se mantiene el modelo macroeconómico, pero acompañado por una inversión seria y sostenida en las políticas sociales redistributivas. Cinco años de crecimiento con políticas sociales bien financiadas e implementadas podría tener efectos muy positivos: ayudaría a combatir no solo la pobreza y la desigualdad sino también la tremenda desconfianza pública que existe en el Perú. Debido a la debilidad del Estado, la casi inexistencia del partido de gobierno, y la poca capacidad política del Gobierno, este escenario “social democrático” no es muy probable (véase mi columna de 11/12/11). Pero sigue siendo posible.
El segundo escenario es el que prevén algunos ex-aliados de Humala: la consolidación de un gobierno de derecha. En ese escenario, el gobierno mantendría el modelo económico, pero sin enfocarse seriamente en la redistribución. La política social sería relegada, de nuevo, al segundo plano, y prevalecería la política de mano dura en respuesta a los conflictos sociales. Sería un gobierno de continuidad, o lo que Alberto Vergara llama la alternancia sin alternativa.
No estoy convencido de que el gobierno se haya derechizado. Pero si termina así, tendría consecuencias negativas para la democracia. No porque los gobiernos de derecha son malos para la democracia, sino porque Humala no fue electo para hacer un gobierno de derecha. El nivel de confianza pública en las instituciones democráticas peruanas es uno de los más bajos de América Latina. Una causa de la desconfianza es la enorme brecha entre lo que prometen los candidatos y lo que hacen en el gobierno.
El hecho que cada gobierno electo democráticamente desde 1990 se ha alejado de sus promesas electorales parece haber convencido a muchos peruanos que las instituciones democráticas sirven para poco. Humala ha cumplido con varias de sus promesas. Pero desde la crisis de Conga, la percepción de una creciente parte de la población es otra (el titular del último número de Hildebrand en su Trece es “357 días de mentiras”). Si Humala termina siendo visto como un político mentiroso más, reforzaría la desconfianza pública, con graves consecuencias para la democracia.
Para mí, el escenario más probable es un gobierno vacilante –sin rumbo fijo o alianzas sólidas. Si la economía va más o menos bien, es probable que llegue al 2016 sin demasiado problema, pero también sin mucha distinción (o apoyo público). Existen algunos peligros en este último escenario. El gobierno carece de una coalición política sólida. La ruptura con la izquierda lo dejó sin sus aliados más importantes. La alianza con el toledismo es precaria y, además, insuficiente. Y aunque la derecha aplauda sus políticas de mano dura, es lejos de ser aliado. Si Humala cae en problemas, la derecha no estará con él. El riesgo, entonces, es que Humala termine políticamente aislado. Como vimos en los casos de Collor, Bucaram, Gutiérrez, Lugo, y Fujimori, el aislamiento político de un presidente personalista es una receta para una crisis presidencial.
Todavía es temprano. Humala recién está aprendiendo a gobernar. En muchos sentidos, su rumbo está por definirse. Las fuerzas progresistas deberían pensar bien antes de romper los puentes con ello.
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