jueves, 20 de septiembre de 2012

*Trascribo el discurso de aceptación de Santiago Carrillo, cuando le fue otorgado el Doctorado Honoris Causa por la Universidad Autónoma de Madrid en el 2005. El acto fue boicoteado por la ultraderecha española. (EBL)






DISCURSO DE INVESTIDURA

de

don SANTIAGO CARRILLO SOLARES





Excelentísimo y Magnifico señor Rector

Excelentísimas autoridades académicas

Estimadas profesoras y profesores, alumnas y alumnos,

Amigas y amigos todos





Confieso el placer y la emoción que me produce en el día de hoy, el hecho de que una Institución tan prestigiosa como la Universidad Autónoma de Madrid, me distinga con el honroso título de Doctor Honoris Causa.





Pertenezco a una generación, cuya inmensa mayoría no pudo alcanzar una formación universitaria. En mi adolescencia y juventud, la posibilidad de conseguir tal formación estaba reservada a una minoría privilegiada, como consecuencia de las flagrantes desigualdades sociales de la época. No sé si los jóvenes de hoy son conscientes del enorme avance que supone la posibilidad de acceder a la Universidad.





Cierto que hoy los jóvenes se enfrentan a otros problemas, pues si la apertura de la Universidad representa un serio progreso, nada en el actual sistema les asegura el empleo y con él la garantía de abrirse un camino en la vida. Hoy cuando el joven reclama un trabajo se le propone que funde una empresa, su empresa, se le invita a entrar en la clase de los propietarios, como si crear una sociedad de empresarios, sin trabajadores fuese una perspectiva real. El resultado de este enfoque es el paro juvenil, los contratos basura, la marginación social efectiva de amplios sectores de la juventud, con las consecuencias de frustración y de desmoralización que ello acarrea. Todo lo cual plantea también a estas generaciones la necesidad de unirse y luchar para transformar la sociedad como lo hicimos las anteriores.





El hombre al que Vds. están distinguiendo hoy, si algún mérito tiene es haber dedicado su vida a la causa de la emancipación de los oprimidos, del antifascismo y la libertad; a la defensa de la República en un momento crítico de la Historia de España, cuando el pueblo se vio obligado a levantarse en armas contra la sublevación fascista; a la lucha para poner fin a una dictadura implacable, proponiendo la reconciliación de los españoles en torno a un proyecto democrático, capaz de asegurar la libertad de todos. Soy un veterano comunista que como otros muchos, junto con otras gentes demócratas y progresistas, hemos alentado toda la vida un sueño: hacer una España y un mundo más justo, más igualitario, más pacífico y más libre.











Recibo esta designación como algo que va más allá de mi persona y que honra a los miles de hombres y mujeres, la mayoría anónimos que sacrificaron su vida a tan noble ideal. En este momento recuerdo vivamente a mis camaradas de lucha más próximos durante el transcurso de casi un siglo, que me acompañaron y fueron con su ejemplo mis verdaderos maestros, honrándome con su amistad y confianza. Citar sus nombres haría interminable esta intervención. Pero a algunos ya muertos si es necesario citarles, Lina Odena, Trifón Medrano, Eugenio Mesón, José Cazorla, Pepe Laín Entralgo, Federico Melchor, Tomás García, José Díaz, Dolores Ibárruri, Wenceslao Roces, Manuel Sánchez Arcas, Juan Rejano, Rafael Alberti, Juan Modesto, Julián Grimau... Todos ellos, y otros muchos merecerían estar hoy recibiendo esta distinción.





En este día recuerdo también con gratitud a un pedagogo ejemplar, que fue mi primer maestro, Don Angel Llorca, hombre de la Institución Libre de Enseñanza y amigo de Giner de los Ríos.





Soy uno de los supervivientes de una generación combustible que se quemó en las revoluciones populares y en las guerras del siglo XX queriendo cambiar el curso de la Historia. Si en España y otros países se vive hoy mejor, más libremente se lo debemos a esta generación que tuvo aciertos y errores, pero que en general hizo avanzar el progreso humano.





El mérito de esa generación no reside solo en su capacidad de sacrificio, sino en que supo ser fiel a principios y valores que siguen siendo actuales y que son patrimonio, avalorados por el espíritu crítico, de lo mejor y lo más lúcido de las nuevas generaciones.





Dais este título a un hombre que si por algo se ha distinguido ha sido por su actuación política, es decir, a un político. No se sorprenderán pues de que el contenido de mis palabras de hoy sea eminentemente político. Se que en estos tiempos no parece que esa condición esté muy apreciada. Es más corriente oír hablar mal que bien de los políticos y la política. Existe incluso una fórmula, la “clase política” que yo considero peyorativa y que se pronuncia las más de las veces con reticencia. Se refiere a personas que han escogido la política como una profesión, como una carrera, como una forma de ganarse la vida. No hace mucho tiempo las grandes familias destinaban a alguno de sus hijos a la política, del mismo modo que dedicaban a otros al sacerdocio o la milicia. Hoy esto ya no es tan frecuente, pero si sucede que algunos que no han tenido éxito en otras profesiones busquen abrirse camino en la política.



Yo estoy, por principio, contra la noción de “clase política”.





Me parece que el ideal del político fueron personas como el Dr. Juan Negrín, presidente olvidado del Gobierno de la República. Era un biólogo, un investigador, que trabajaba en su laboratorio intentando hacer progresar la medicina. Y al mismo tiempo fue un ciudadano que consideraba su deber como tal de participar en la vida política. En un momento la Historia le izó a la Jefatura del Gobierno y asumió su papel con toda responsabilidad. Otro tipo de político parecido pudo ser Manuel Azaña, un intelectual, un escritor, que se había interesado como ciudadano toda la vida en lo que se llama la cosa pública y que a los cincuenta años fue elevado a las funciones más altas. También citaría a Lluis Companys, fusilado por defender la libertad de Cataluña y España. O Pasionaria, una madre de familia, que luchando por los derechos de la mujer trabajadora se vio implicada en la política. Cito estos cuatro casos, pero sin duda hubo muchos más y en diversos campos ideológicos, que se ocuparon de la cosa pública, desde profesiones varias como ciudadanos, sin considerarla una carrera y que fueron distinguidos por sus compañeros y correligionarios con la confianza que les promocionó a altas responsabilidades.





Me inspiran el mayor respeto aquellos que se han encontrado siendo protagonistas de la política, al luchar por ideales de libertad y de justicia, que lo mismo podían llevarles al Parlamento y al Gobierno, que a ser víctimas de represiones, exilios, cárceles, incluida la pérdida de la vida. Se trata de gentes que nunca concibieron la política como una carrera personal sino como una manera de lucha por ideales y de servicio a los demás.





Los que la asumen como una carrera, como una profesión, para rodearse de una vida acomodada y si es posible, hacer fortuna, son quienes han llevado al descrédito esta actividad que debería atraer la participación responsable de todos los ciudadanos. Porque la política interesa y debe preocupar a la colectividad. La cosa pública nos afecta a todos, sin distinción. En definitiva de la política depende la suerte de cuantos forman un conjunto social y humano.





En nuestra sociedad hubo y hay gentes interesadas en fomentar el apoliticismo. El más singular fue aquel general que actuó casi cuarenta años como dictador y que aconsejaba seguir su ejemplo y “no hacer política”. Ninguno de los grandes grupos financieros que determina la política mundial hoy, manipulando gobiernos, instituciones y medios de comunicación confiesan fácilmente que están ahí haciendo política, usurpando las facultades de los ciudadanos. La despreocupación de estos por la política les deja a aquellos las manos libres para imponer un pensamiento que generalmente solo atiende a la defensa de sus intereses, o sea el llamado “pensamiento único” o “pensamiento correcto” que se nos trata de imponer.





Frente a esta situación, la Universidad es y debe ser cada día más un foco del pensamiento libre. Tenéis la misión de formar conocedores profundos de la cultura, las ciencias y la técnica, pero también la no menos digna de formar a hombres y mujeres animados por un espíritu humanista, hombres y mujeres que apliquen su gran potencial creador a impulsar el progreso de la Humanidad no solo en el dominio de la naturaleza, sino en el de las costumbres sociales, en la consideración de la libertad como el más preciado de los bienes.











La democracia moderna es el producto de una larga maduración de diversas condiciones en los que hoy son los países desarrollados. Maduración de las condiciones materiales de vida, creando unas posibilidades susceptibles de conseguir que todos acepten unas reglas comunes de convivencia social y política. Maduración de la cultura general. Se trata de una conquista alcanzada por cada pueblo, cuya aceleración y extensión a otros pueblos solo puede alcanzarse por medio de la solidaridad internacionalista. Pero es una quimera pensar que la democracia puede imponerse exportándola de un país a otro por la fuerza de las bayonetas y de las bombas. Así no ha llegado a la democracia ningún pueblo. Así se han construido imperios, basados en la opresión de unos pueblos por otros, no democracias.





Dignificar la política como tarea de todos, devolver su prestigio a una función tan esencial, impedir que la política sea arrebatada al pueblo y monopolizada por poderes financieros irresponsables y lograr que esté viva en las instituciones democráticas y en la calle, conseguir que la fuerza no desplace a la política en las relaciones internacionales, es hoy una de las tareas que nos corresponden a todos y especialmente a los universitarios.





Se que soy ya un hombre del pasado con todas las cicatrices y las frustraciones de una generación prácticamente desaparecida. Pero aun me domina una impaciente preocupación y curiosidad por el presente y el futuro que aguarda a la sociedad humana. El planeta se ha hecho más pequeño, gracias al avance de la civilización, a los descubrimientos humanos que se aceleran cada día. Sigue habiendo fronteras, continentes y océanos pero ya no hay barreras que separen a los humanos. En este planeta nos vamos conociendo y mezclándonos todos sin distinción de culturas o etnias. Y los políticos de otros tiempos, el modo de pensar de otros tiempos se nos van quedando estrechos y ya no podemos buscar inspiración solo en la tradición. Estamos obligados a innovar, a descubrir, a inventar políticas. Los políticos tenemos que reconocer que los hombres de ciencia van muy por delante de nosotros. La conciencia social avanza más despacio que la ciencia.





Los problemas más serios de esta época pueden provenir precisamente de este desfase entre el pensamiento político y la realidad social que cambia aceleradamente. Tengo la impresión de estar ante un cambio de época del que parecemos no ser plenamente conscientes.





A mi entender la contradicción más grave hoy, es la división del planeta entre el Norte rico y desarrollado y el Sur pobre y más precisamente la diferencia entre Occidente y Oriente. Ese problema no es nuevo, es tan viejo como el sistema capitalista. Lo nuevo es que ha adquirido dimensiones abrumadoras, gigantescas, que modifican su misma naturaleza y lo hacen muy diferente. ¿Acaso nos percatamos en Occidente, de que las barreras que separaban a ambos mundos en otras épocas han desaparecido?. ¿Percibimos la realidad de que Oriente ya está aquí en Occidente, el Sur ha subido al Norte y que estamos ya a años luz de la época colonial?





En dicha época las distancias de todo orden eran inmensas y los pueblos coloniales aceptaban por ignorancia e impotencia el statu-quo impuesto por Occidente. De vez en cuando se producían sacudidas sísmicas, la guerra de los boers, la de Cuba o Filipinas, la revolución mexicana... La represión y las medidas militares calmaban la situación. Más tarde la Revolución de Octubre de 1917 en Rusia animó poderosos movimientos revolucionarios de China y otros países. El bloqueo y la guerra fría o caliente fueron la respuesta de Occidente.





Pero hoy el problema ha alcanzado unas proporciones y una intensidad que deja muy atrás estos acontecimientos. Como una corriente imparable Oriente se ha acercado a Occidente, el Sur al Norte. Los pueblos de Oriente y el Sur han tomado conciencia de un reparto de las riquezas mundiales desigual e injusto, de unas diferencias que con el paso del tiempo se han hecho más abismales e intolerables. Y no se resignan, decididos a ponerle fin.





La cuestión ya no se resuelve como en otros tiempos con el envío de las tropas coloniales a morir a un lejano punto del planeta. Hoy nada queda lejano. El problema ya lo tiene Occidente en su propio territorio o en su “patio trasero”. Así cuando los gobernantes americanos llevaban varios años festejando su éxito en la guerra fría, convencidos de la “invencibilidad” de su poderío, un día de septiembre un comando formado e instruido en su propio territorio, derribaba con aviones americanos las Torres Gemelas.





La primera reacción en Occidente fue de indignación y protesta ante la matanza de miles de inocentes. Pero a estas horas cabe preguntarse si la respuesta a este atentado fue acertada. Consistió en el envío de un Ejército a Afghanistán, para derribar el poder de los talibanes y capturar a Bin Laden.





Una expedición colonial más, pero con armas mucho más destructoras y sofisticadas que las clásicas, a las que se atribuyó un poderío definitivo y para cuyo intento de “legitimación” se disponía de un testaferro, un político, originario de los territorios visados, llegado en los furgones del invasor.











La operación de respuesta al ataque de las Torres Gemelas, iniciada por el Gobierno de los grupos petroleros y armamentistas que encabeza el presidente Bush, bajo esa justificación aparente, resultó tener una significación importante para la implantación de bases americanas en países del Asia Central donde existen importantes yacimientos del oro negro.





Que la intención real de la operación colonial era más el petróleo que castigar a los terroristas de las Torres Gemelas, se confirmó con la invasión de Irak. Aquí el pretexto de las Torres Gemelas no sirvió y se inventó el de las supuestas “armas de destrucción masiva de Sadam”. Esta vez el Consejo de Seguridad no apoyó al Gobierno Bush. Y los EE.UU. se lanzaron a la invasión con el apoyo británico -decidido por el Señor Blair-y el del Gobierno español de aquel momento.





Las dos operaciones han resultado un tremendo fracaso. No han servido para disminuir el terrorismo, sino que lo han incrementado. Un político estadounidense, el Sr. Brzezinski ha escrito una terrible profecía: que un atentado en su país, con armas de destrucción masiva “es solo una cuestión de tiempo”. Bin Laden y los inductores del atentado de las Torres Gemelas no han sido castigados, han desaparecido en las montañas afganas, y solo sabemos de ellos regularmente por emisiones de televisión en las que desafían al Sr. Bush. Ni siquiera las operaciones de guerra han sido útiles para garantizar el control del petróleo. El barril de este se ha encarecido en varias veces sometiendo la economía mundial a una dura prueba. Eso sí los negociantes petroleros, entre los que se encuentran los gobernantes de EE.UU. deben estar “disfrutando” con las insólitas ganancias que esta situación les procura.

A la vista de tales consecuencias, parece evidente que los políticos que las han provocado actuaron irresponsablemente, con criterios que desembocan en desastres perfectamente evitables.





En Occidente pugna por imponerse un pensamiento sustentado por buena parte de los políticos en activo que consiste en considerar que hay que secundar las iniciativas bélicas de EE.UU., aunque no nos parezcan inteligentes ni adecuadas. ¿Por qué se aceptó una política que provoca desastres mundiales y que puede llevarnos a otros todavía mayores?. Pienso que la razón reside en que muchos siguen sin comprender la nueva situación en el mundo, decidiéndose por soluciones e ideas propias del pasado. Aquí se pone de relieve la falta de espíritu creador, la ceguera ante los profundos cambios de buena parte de lo que llaman la “clase política”.





Sin embargo es en Occidente y particularmente en Europa (por su historia y su cultura, por hallarse en un continente que confina y está más directamente en contacto con el mundo pobre y por tanto que podría ser el terreno en que terminase desarrollándose el grueso de una guerra de civilizaciones) donde es lógico que comience a producirse un cambio de las políticas tradicionales propias del colonialismo. Para que las cosas cambien en el planeta, tienen que comenzar cambiando en Occidente. De aquí puede empezar a surgir esa política de alianza de las civilizaciones que propuso el Presidente Rodríguez Zapatero. Insisto: hace falta que algo cambie en Occidente para cambiar el mundo. Si no somos capaces de impulsar un cambio de fondo en la política occidental no es posible alcanzar la mencionada alianza y eso sería una fuente de desastres incalculables.





Todo lo dicho abunda en la necesidad de hacer avanzar el pensamiento político, de abordar los nuevos, novísimos problemas del mundo de hoy con nuevos enfoques, nuevas ideas, nuevas políticas. El terrorismo es un mal insoportable pero insoluble con los procedimientos caseros del viejo colonialismo y deberíamos afrontarlo con remedios modernos, más inteligentes y eficaces.





El problema de fondo es que la convivencia pacífica en un mismo planeta de un mundo pobre y un mundo rico, que al día de hoy están muy cerca uno de otro, mezclándose, interpenetrándose, sin barreras que no sean ideológicas o religiosas ya no es posible. Y el terrorismo encuentra su excusa en la desigualdad lacerante, la opresión, en la imposibilidad de sostener un sistema de dominación por la fuerza aunque ese sistema fuera posible en otras épocas e incluso en ellas contribuyera al esplendor de Occidente.





Y no es posible porque si la fuerza militar de Occidente es infinitamente superior a la de otras épocas, las armas ya no son recurso suficiente para dominar la protesta. Y además las armas, incluso las más modernas, están cada vez más al alcance de todos, incluso de los más desprovistos de riqueza. Ahora pueden atacar no en un territorio lejano, sino en el corazón mismo de Occidente, en sus ciudades que han dejado de ser inexpugnables para ellos.





Puede haber políticas circunstanciales —la colaboración de las policías y los servicios de inteligencia— que reduzcan las posibilidades de los terroristas. Pero está demostrado que la guerra contra el terrorismo es un fracaso. El mundo desarrollado no está en condiciones de mantener una guerra contra el mundo pobre sin negarse a sí mismo, sin destruir su propia cultura y civilización.





A estas alturas incluso la superpotencia mundial no podría pretender dominar militarmente el planeta sin atraer sobre sí misma consecuencias tan desastrosas que resultarían intolerables para su propia población y producirían su propia implosión.





No olvidemos además que el mundo rico es un mundo que envejece, con una población de ancianos cada vez mayor, mientras el mundo pobre es un mundo de gentes más jóvenes, que tienen muchas razones para no conceder a la vida el valor que le damos nosotros.





Por eso estamos necesitados de nuevas políticas capaces de asumir la realidad del mundo tal como es hoy.





Necesitamos políticos que hablen menos de guerra, que renuncien a considerar ésta como un instrumento de la política, cuando las armas nucleares y otras de destrucción masiva han hecho imposible la célebre fórmula de Clausewitz.





Políticos que empiecen por plantearse que hay una necesidad profunda de revisar la distribución actual de las riquezas del mundo y hay que ir resueltamente a la supresión de las tremendas desigualdades existentes.







Políticos que comprendan que hoy se derrochan riquezas en gastos improductivos que bien empleadas podrían terminar con el hambre y la indefensión de la salud, que hoy se enseñorea de continentes enteros.





Políticos que comprendan que el nuevo orden mundial debe forjarse con la paz y la solidaridad, el respeto mutuo entre pueblos, razas y culturas y que entiendan que el planeta es la casa de todos que hay que mantener viva y sana en beneficio de la Humanidad, convencidos de que el futuro se llama Igualdad.

Soy un hombre formado en la tradición marxista revolucionaria del movimiento obrero. A ella debo todo lo que soy y recuerdo con gratitud a los maestros que me hicieron así. No creo que puedan ser considerados en la época de hoy totalmente muertos y enterrados. Pienso con el filósofo Derida que Marx no ha muerto.





Pero también comprendo, alejado de todos los dogmatismos que los nuevos políticos y la renovación de la política puede surgir y articularse en una fuerza social moderna, formada por hombres y mujeres, de raíces ideológicas y filosóficas diversas. He conocido a lo largo de mi vida personas y movimientos de raíz cristiana que actuaban como portadores de las causas más progresistas. Un ejemplo que puede simbolizar a todos ellos fue mi amigo Alfonso Carlos Comín. He tratado a musulmanes que abrazaban resueltamente las causas progresistas con entereza e incluso espíritu de sacrificio.





Un docto amigo aquí presente hoy conocido más bien co mo persona de derecha suele decir una frase llena de sabiduría “Hay que ser conservador de lo que merece ser conservado. Pero al lado de esto ¡hay tantas cosas que debemos cambiar”...!





Muchos hombres y mujeres que, hemos vivido, atravesado diversas experiencias sin cerrar los ojos ante las realidades y que estamos preocupados por el futuro del género humano podemos coincidir hoy en soluciones políticas innovadoras para los nuevos tiempos, aunque provengamos de campos distintos.





Por otra parte, en las nuevas generaciones crece y se extiende la idea de que a esta sociedad hay que cambiarla profundamente. Estas generaciones no tienen las mismas ataduras ideológicas que las anteriores y son poco inclinadas al dogmatismo. Ellas pueden escuchar este mensaje más fácilmente.





Somos numerosos y diversos los que pensamos en un movimiento político social, muy fluido, muy plural en sus orígenes, de ciudadanos y ciudadanas por el cambio de Sociedad, capaces de apoyar a los nuevos políticos y hasta de promocionarlos desde sus propias filas.





Hace ya muchos años que pensé en que el cambio en nuestro país y en el mundo desarrollado tenía que venir impulsado por una alianza de las fuerzas del Trabajo y de la Cultura. Sigo pensándolo en el día de hoy y creo que para proclamarlo no hay tribuna más indicada que la que me ofrece la Universidad Autónoma de Madrid.





Las gentes sencillas esperan mucho de vosotros. Depositamos una gran esperanza en que estas instituciones formen excelentes científicos, técnicos, personas de cultura. Pero tanto como eso esperamos que forméis espíritus libres que sientan la responsabilidad de constituir por su educación una vanguardia en la tarea de hacer progresar a nuestros pueblos y en general a la Humanidad, que consideramos como un todo solidario, no como un conjunto de tribus irreductiblemente enemigas dispuestas a destruirse la una a la otra.





Ahí quedan las palabras de un hombre que personalmente ya no tiene porvenir, pero que ha llegado hasta el día de hoy obsesionado por el futuro y animado por el sueño de otro mundo, un planeta poblado por mujeres y hombres emancipados, plenamente libres. Mi generación y las generaciones pasadas lo intentaron sin conseguirlo plenamente. Yo pongo mi esperanza en manos de las nuevas generaciones.





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