miércoles, 21 de noviembre de 2012

Moda, poses y poseros

Moisés Panduro Coral
 
Fue en 1972, cuando en el apogeo de la dictadura militar, se le ocurrió a algún iluminado cerebro velasquista proponer la creación de un ministerio de la moralización. Nació, en aquel tiempo, la moda de la moralización. El propósito de la flamante dependencia era el de investigar, juzgar, sancionar y meter a la cárcel a los inmorales y corruptos. Ya llevaban cuatro años detentando el poder autoritario y sin control de nadie que lograron por la gracia de tanques y soldados que asaltaron palacio de gobierno, pero los mandamases no se sentían parte de la corrupción. Los corruptos eran esos otros, a quienes dieron el golpe, pero ellos no.
Fue entonces, cuando Haya de la Torre, en un mitin de la fraternidad de febrero de ese año, les respondió irónicamente: “la moralización está bien, pero ahora yo pregunto ¿y quién moraliza a los moralizadores?”. Los golpistas y sus operadores jamás pudieron responder esta pregunta porque su “moralización” era pura pose. Lo cierto es que cuando terminó el gobierno militar en 1980 nuestra nación terminó con una deuda externa espantosa, gran parte del aparato productivo estatizado, burocratizado, inepto; con una economía nacional arruinada y carcomida, con indicadores sociales por los suelos del tercer mundo; sin embargo, en la pirámide del ingreso nacional se había afincado una nueva casta oligárquica surgida de los grandes negociados que se perpetraron en una época en la que los órganos de control hacían sus fintas fiscalizadoras revisando comprobantes de gastos de caja chica y realizando auditorías públicas sin mayor trascendencia.
El saqueo feroz del billete nacional fue hecho limpio de polvo y paja. En ministerios, en organismos regionales, en proyectos especiales. No había fiscalización de ningún tipo, pues el poder absoluto originó la mudez y la sordez del poder judicial. No había parlamento ni comisiones investigadoras, no habían regidores o consejeros con la facultad de investigar o examinar cuentas, presupuestos o procesos. No había prensa independiente, ni oenegés, ni mesas. La rapiña, el robo, el pillaje, la expoliación pasaron piola. Algunos casos fueron expuestos en una que otra publicación escrita después que culminó la aventura militarista, y para cuando el presidente Belaunde inició su segundo mandato todos los indicios de corrupción de los “moralizadores” se perdieron en la cortina del olvido y la indiferencia.
Esa moda “moralizadora” también se pudo observar después del autogolpe de Fujimori. Días después del 5 de abril de 1992, en los periódicos, en boletines y en otros medios se publicó un avisito anunciando la creación una oficina de la moralización, que incluía líneas telefónicas gratuitas para incentivar al ciudadano a llamar y a presentar sus denuncias contra los corruptos. Pura pose, claro, porque, -más allá de las simpatías populares que tuvo y que tiene el fujimorismo-, es conocido cómo terminó el régimen: con un video que mostraba un flagrante caso de compra de conciencia de un congresista que, de hecho, es apenas uno pequeñito en el universo de galaxias llenas de coima y de corrupción que le caracterizó. Gran parte de los participantes activos y pasivos de esa farra pasan como gente limpia, más limpia que un cristal en el polo ártico, como es el caso de un ex senador pepecista que fue presidente del consejo transitorio de administración regional de Loreto.
Pues la moda de la “moralización” llega de tiempo en tiempo. Y junto a ella, el momento de ensayar las poses. En la campaña regional del 2010, por ejemplo, el reelecto “mandatario” regional nos quiso hacer firmar un papelito donde nos comprometíamos a luchar contra la corrupción. Pura pose, nada más, como si la corrupción de sus años anteriores de gobierno se pudiera ocultar o combatir con tinta toner, una carilla impresa de cuatro párrafos y unas cuantas firmas. Otro ejemplo: a un año del gobierno del presidente Humala, muchos de esos poseros de la lucha contra la corrupción se han ido al banquillo, y si los chehade, los comeoro, los robacables, los violadores, los traficantes de tierras, los coqueros y toda esa laya de zamarros están todavía allí pululando en el parlamento es porque es totalmente cierto aquello de que otorongo no come otorongo.
Por eso, le recomiendo tener cuidado con los teatreros de la “moralización” que aparecen ahora en el escenario regional. Pregúnteles primero a esos poseros de donde sale la billetada que se gastan en cada acto politiquero. Cómo hacen para sustentar su ritmo de vida, cómo financian los pagos de promotores (no tienen militancia, sino promotores), cómo movilizan personas, de dónde salen las canastas, materiales de construcción y demás regalos que semanalmente reparten para que los pobres que los reciben exclamen: ¡Oh, qué bueno es este hombre! y para que las pantallas muestren el “arraigo” de los susodichos.
La moralización en las instituciones públicas, y dentro de ella la lucha contra la corrupción, es buena, ya lo dijo Haya de la Torre, pero no debe ser una moda, ni menos una pose o un acto teatrero. Es una actitud consciente y transparente, un conjunto de valores que se forman desde la infancia, se consolidan en la juventud y se conservan en la adultez, de manera que, llegado el momento de partir, las huellas que dejes sean limpias, y tus apellidos, -cualesquiera que fueran-, sean llevados por tus hijos con la misma dignidad que las llevaron quienes te los han heredado.

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