El poder, la gloria, y el vodka
Alfredo Bryce Echenique
Ya se las sabía todas, Alfonso Barrantes Lingán, cuando de verdad lo conocí. Atrás habían quedado los años en que fue exitoso alcalde socialista de la ciudad de Lima, y, después, el candidato presidencial más votado que jamás tuvo la izquierda democrática en el Perú. Y también la izquierda antidemocrática disfrazada de cordero, en aquellas elecciones de 1985, en las que tanto ex maoísta o ex trotskista —o simplemente ex antidemócrata— se subió al carro del parlamentarismo, gracias, entre otras cosas, a la tolerante actitud de un Alfonso Barrantes, que ya entonces empezaba a saber más por viejo que por diablo y que en aquel momento logró hacer comer en un solo plato a toda una jauría de ambiciosos y caudillistas perros celosos, ambiciosos y caudillistas gatos escindidos, y caudillistas y ambiciosos pericotes ególatras. En fin, toda aquella izquierda unida que jamás iba a ser vencida y que el desborde popular y su falta de credibilidad, de vergüenza y de todo, dejó cual caminito que el tiempo ha borrado, en inútil busca de un tiempo irremediablemente perdido en broncas y entreveros y escisiones mil. Porque la verdad, creo yo, jamás en la historia de la humanidad se ha dividido y escindido nada tanto como la izquierda peruana. Y, a título de mordaz ejemplo, viene a cuento intercalar aquí la historia que me contó un amigo sobre uno de estos líderes, muy izquierdista y siempre escindido, él. De nombre de pila Santiago Pinelo y de nombre de combatiente —desde las trincheras de la revolución—, el santoral entero, porque a cada escisión nuevo nombre de combate y clandestinidad, el tal Santiago Pinelo heredó de su padre un paquete de acciones del Club de Regatas Lima, que lo hizo socio de esta prestigiosa institución casi automáticamente. A las pocas semanas, contaba mi amigo, ya había Club de Regatas Lima y Club de Regatas Lima Rebelde, fruto de una escisión, en cuyo origen, cómo no, estaba Santiago Pinelo, que, por lo demás, siempre abandonaba las reuniones antes de tiempo, con el pretexto de que tenía—sí, tal como me lo contaron, lo cuento—: tenía una cita con la historia. En fin, con beneficio de inventario, pero Se non è vero è ben trovato, todo esto del Club de Regatas Rebelde y las citas con la historia, que me contó un amigo, y cuento yo aquí, tal cual.
Según sus propias palabras —tras conocer los minúsculos resultados de su izquierda socialista en las elecciones de 1990—, Alfonso Barrantes Lingán ya “había sido flagelado por la historia”, cuando empezó nuestra verdadera amistad. Creo que él no me había visto con muy buenos ojos, antes de esto, y yo como que ni siquiera lo había visto, hasta entonces, la verdad. Y fue en los años en que viví en Madrid cuando realmente empezamos a frecuentarnos y conversar seriamente. El hombre estaba de vuelta de mil hazañas, aunque jamas abandonaba la idea —que en él, creo, fue siempre más un ideal que una idea— de hacer algo por la mayoría pobre de nuestro país. Y quería contar siempre con mi apoyo, aunque este se limitara a la mera aprobación gestual de sus acciones, porque, en Madrid, o desde Madrid, la verdad es que poco podía hacer yo por tan inmenso ideal, aparte de no estorbar.
Y por supuesto que yo tampoco quise estorbar, ni mucho menos intervenir, ni siquiera decir esta boca es mía, aquel invernal anochecer limeño de agosto de 1995. Estaba pasando una temporada en Lima y me habían prestado un departamento frente al mar, en Barranco. Aunque frente o de espaldas al mar resulta casi exactamente lo mismo, en los balnearios limeños, porque uno se cansa de mirar y mirar sin ver absolutamente nada entre la neblina. Aunque, bueno, yo aquel día sí pude distinguir a Alfonso Barrantes e incluso una botella de vodka marca Absolut, que me venían a buscar entre una bruma que se prestaba como nada en esta vida a la nostalgia y la melancolía. Vestido como siempre de azul marino y corbata oscura sobre fondo de camisa blanco, Alfonso Barrantes estaba más parecido que nunca a su apodo: Frijolito.
Habíamos quedado en almorzar juntos y él ya tenía mesa reservada donde Pedrito Solari, uno de esos excelentes cocineros limeños que lo atienden a uno en su propia casa o en un local muy pequeño, cuya ubicación solo se conoce de oídas. En Lima los llaman ‘huecos’, y hay clientes que llevan incluso sus propias bebidas, para evitar luego uno de esos cuentones. Pedrito Solari se jactaba de haberle cocinado a todos los presidentes del Perú, desde el mariscal Benavides hasta el presente de 1995, y a mi abuelo materno, que fue presidente de muchas cosas, mas no del Perú, gracias a Dios, lo recordaba muy parecido al coronel Aureliano Buendía, el de Cien años..., sobre todo por la secreta ansiedad y el ensimismamiento con que coleccionaba moneditas de oro. Es cierto que mi abuelo era muy callado y coleccionaba monedas de oro.
Y también es cierto que, durante el largo trayecto desde Barranco hasta la horrible casona de Pedrito Solari, en Jesús María —que en el Volkswagen“escarabajo” celeste y taca-taca de Frijolito se hizo tan entrañable como larguísimo—, a este le entró un inesperado ataque de nostalgia del poder. ¡Qué bárbaro! Al ex alcalde ex candidato aquel día realmente le dio un tremendo ataque de nostalgia de poder y sobre todo de gloria. Ya dije antes que aquel día de limeño invierno se prestaba mucho a la melancolía y a la nostalgia, pero jamás se me habría ocurrido pensar que a Alfonso Barrantes le importara hasta tal punto el más elemental reconocimiento público. Unas cien mil veces en el trayecto por varios distritos limeños, desde Barranco hasta Jesús María, se detuvo en semáforos y esquinas que realmente existieron —pero también en semáforos y esquinas que jamás existieron, y lo peor es que estos últimos iban en aumento— para devolverle el saludo y la bocinita al ciudadano/ciudadana peruano/peruana, que, a través de la ventanilla de su automóvil, le enviaba un adiosito de saludo, de reconocimiento, de agradecimiento, de admiración y de saludo patrio, a su mejor ex alcalde y a su más querido e inolvidable ex candidato, al entrañable, inolvidable Frijolito, o, claro, también doctor Alfonso Barrantes Lingán, el hombre que predicó con el ejemplo honradez en el desierto muladar de la política criolla. Y me decía, una y otra vez, y seguro era verdad, pero podemos estrellarnos, Alfonso...
—Yo seré recordado siempre por mis compatriotas, querido Alfredo, por tres razones. La primera: porque creé el vaso de leche para los niños. Y los niños no votan, querido Alfredo. La segunda razón por la que seré recordado es este escarabajo celeste, querido Alfredo, más viejo que Matusalén. Claro: yo pude haber sido congresista eterno y ahora mismo podría estarte llevando en un Volvo de lunas negras, querido Alfredo. Y, sin embargo, mira tú el auto en que, taca-taca, te estoy llevando. Eso el pueblo también lo recuerda. Y la tercera razón por la que siempre me recuerda el pueblo es porque fui enamorado de Paloma San Basilio y a la gente le encanta saber que su alcalde también tiene su corazoncito, querido Alfredo.
Varias cosas hacen que este viaje con Alfonso Barrantes lo lleve en el alma. El recorrido entero, el de ida y el de vuelta. Alfonso había llevado la botella de vodka Absolut porque sabía que me gustaba, aunque desgraciadamente yo no podía beber, aquel día, y el hombre se la metió íntegra al cuerpo con hielo y agua tónica, durante la larga sobremesa con varios oficiales de policía que festejaban algo en el comedor de al lado, y que, felizmente, lo reconocieron, se nos unieron—me llenaron de tarjetas, dicho sea de paso— y bebieron con sincero afecto a su buena salud y larga y honorable vida ciudadana. Y después de haber dado cuenta total, también, el gran Alfonso, de una botella de vino tinto, con los excelentes condumios que nos preparó Pedrito Solari, su viejo amigo. Más los pisco souer del aperitivo, invitación de la casa, que también se echó al cuerpo por partida doble —su pisco y el mío— el hombre, por las tres razones por las cuales el pueblo peruano siempre lo recordaría, en todas las esquinas y semáforos que me pongan por delante, querido Alfredo.
Lo malo es que yo desde Barranco había empezado a notar lo ingrato que puede ser el pueblo peruano con sus ex alcaldes y ex candidatos. Porque ya iban varios semáforos y esquinas, de los verdaderos y de los otros, sin saludo ni guiño de ojos ni nada, de nadie, y era más bien Alfonso quien le tocaba la bocinita a las personas de al lado y les hacía todo tipo de saluditos desde el inolvidable taca-taca celeste, obligándolos a responderle adiositamente, aunque a veces también sin sonrisa ni nada. Y la cosa fue en aumento por el distrito de Miraflores y en el de San Isidro yo creo que perdimos por goleada, aunque es verdad que por Lince la cosa mejoró bastante y hasta nos dio para llegar en buen estado recordatorio a Jesús María, donde Pedrito Solari.
Pero también es cierto que, cada vez que he contado esta historia en público, ha aparecido algún limeño aguafiestas que me ha señalado que, para llegar a Jesús María, desde Barranco, es totalmente innecesario pasar por Lince. Que, sin duda, Frijolito se metió algo demagógicamente por un distrito de menor poder adquisitivo y, por consiguiente, más izquierdoso: por ahí era mucho más probable que alguien lo reconociera. No me meto. Lo registro notarialmente todo, y punto. Y solo repito una vez más lo que ya antes he escrito: aquel día de invierno limeño era un día perfecto para la melancolía y la nostalgia. Era casi lógico, pues, que aquel hombre realmente honrado y entrañable, tremendamente irónico y fino, también, hubiera caído en la trampa que entre ambas le habían tendido. Necesitaba ver adioses, escuchar bocinas, saludos, ser reconocido, bien recordado, permanecer en la mente y en el corazón de sus compatriotas. Y, si para eso había que alterar un poquito el orden de los saludos, qué importaba, igual que cuando se altera el orden de los factores, el resultado es siempre el mismo y para eso estaba yo ahí a su lado, para ver sus excelentes resultados, para alegrarme y festejar sinceramente, como amigo y como peruano.
Todo esto, a la salida, una triunfal salida en la que los oficiales de la policía realmente le demostraron afecto y hasta le ofrecieron protección —porque cómo puede un hombre como usted andar por Lima sin protección, don Alfonso:
—Pues porque, como le vengo diciendo aquí a mi querido amigo Alfredo, el pueblo peruano siempre me recordará por tres razones. A saber... Porque creé el vaso de leche...
Y le dieron toda la razón, los oficiales de la policía, con lo cual para qué les cuento. Se había hecho de noche y, como las lechuzas, como lo búhos, Alfonso Barrantes Lingán cada vez veía más nítidamente cómo el pueblo peruano lo recordaba. El de hoy era un día de gloria para quien conoció el poder y lo despreció. Lloviznaba, se mojaba el taca-taca, se empapaba toda posibilidad de ver algo por la luna delantera, y, cómo no, no funcionaban las plumillas. Y por la avenida del Ejército torcimos mal y nos metimos contra el tráfico por otra avenida, ahora sí, interminable. Tanto como los alaridos, insultos, recuerdos a la familia, que recibimos. Pero, claro, como no se veía nada de nada pero la multitud realmente nos aclamaba y el vodka el vino y el pisco son grandes estimulantes, Alfonso y yo le agradecíamos a ese pueblo entrañable, por nuestras ventanillas laterales cada vez más abiertas, sí claro, siempre más y más entrañablemente abiertas. ¿Por qué diablos no te iba a acompañar yo con esos recuerdos, Alfonso?
desco / Revista QuehacerNro. 148 / May. – Jun. 2004
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