Sartre responde
Jean-Paul Sartre en los años setenta.
Por JOHN GERASSI
Entre 1970 y 1974, John Gerassi (París, 1931), editor de Time, corresponsal para The New York Times y autor de Jean-Paul Sartre: La conciencia odiada de su siglo, entrevistó por extenso al filósofo francés (1905-1980) con la intención de escribir su biografía. Los padres del periodista eran íntimos del pensardor, de ahí el ambiente distendido pero no complaciente de unos encuentros en los que el autor de El ser y la nada habla de vida y su obra sin dejar de poner de manifiesto sus contradicciones y las de su época. El resultado de aquellas charlas es Conversaciones con Sartre, un volumen de 500 páginas traducidas por Palmira Feixas y publicadas por la editorial Sexto Piso que estos días llega a las librerías. En los fragmentos que siguen el filósofo habla de la muerte, de mayo del 68 y de los autores que le influyeron.
LA MUERTE. “Leer es ser optimista”
Jean-Paul Sartre: Morir de cierta manera significa que uno aún existe.
John Gerassi : Entonces, ¿por qué suprimió la agonía —no la muerte, sino la agonía— de El ser y la nada?
S.: Fue un error. Por aquel entonces no estaba de acuerdo con Heidegger, quien afirmaba que la vida es un simple aplazamiento, una prórroga antes de la muerte. Trataba de explicar que la vida es una sucesión de proyectos, y que los proyectos no incluyen la muerte, así que ¿por qué hablar de ella? Basta con pensar en la muerte y el proyecto se desmorona. La filosofía imita la vida, como dijo Spinoza, y no al contrario.
G.: Entonces, como escribió usted, si los libros no mueren, ¿leer es ser optimista?
S.: Exactamente.
G.: Así que, como usted escribe libros, no morirá.
S.: Eso es.
G.: De modo que la soledad, o la conciencia de la soledad, la depresión, el hecho de ser rechazado, todo eso desaparece al escribir.
S.: Exacto. Y su fruto es una rareza. Por eso su supervivencia es una cuestión de vida. Todo es raro. El aire, la tierra, el agua, la producción, el consumo, la materia, el espacio, todo es raro. De ahí que el libro, que es tan inmortal como la materia o el aire, simbolice la vida.
G.: Pues si escribir es eso, copiar la vida, entonces la vida es absurda.
S.: Claro que la vida es absurda, porque está hecha de rarezas.
G.: Entonces, cuanto más absurda es la vida, más intolerable es la muerte.
S.: Pues ignórela. Emprenda otro proyecto, cosa que, por definición,
excluye la muerte.
MAYO DEL 68. “Luchaban los jóvenes amenazados por el paro”
S.: El objetivo de una revolución no es lograr que todo el mundo sea feliz, sino que la gente sea libre, que no esté marginada, y que se ayuden los unos a los otros. Ésa es la contradicción sobre la que discutíamos. Si quiere usted definir la libertad como el hecho de ser feliz, de acuerdo, pero ¿cómo resuelve la cuestión de la interdependencia? Ése es el aspecto colectivo de una revolución social, ¿verdad? La diferencia entre una rebelión y una revolución radica en dicha conciencia de la colectividad, en que es completamente libre.
G.: ¿Entonces una rebelión no puede llegar a ser una revolución?
S.: Por supuesto que sí, pero sólo cuando el espíritu de colectividad impera en la rebelión.
G.: ¿Cree usted que eso es lo que ocurrió en 1968?
S.: Empezaba a ocurrir. Al principio, los estudiantes se rebelaron contra las llamadas reformas educativas que pretendía imponer el ministro De Gaulle, según las cuales los estudiantes debían decidir a los dieciséis o dieciocho años qué querían hacer con su vida. Los estudiantes se negaron. Querían poder leer a Goethe al tiempo que estudiaban la física no euclidiana de Riemann. Pero al sumar sus fuerzas, su rebelión se convirtió en una forma de rechazo al Estado, y desapareció el motivo original de las manifestaciones, convertidas en una especie de lucha de clases en la que la clase que luchaba eran los jóvenes amenazados por el paro. Cuando se les unieron los trabajadores, se convirtió en una lucha de los marginados contra los dirigentes en la que los marginados eran cualquier persona harta de tener que actuar según un código definido por «esa gente» —es decir, los grandes, los ricos, aquellos que se
habían graduado en las grandes écoles, los medios de comunicación, los que marcaban tendencias, la Iglesia, todas las iglesias—; en suma, aquellos que se consideraban «la élite». ¿No era eso lo que perseguía el movimiento hippie-yippie, tal y como escribió usted en nuestra revista? La diferencia es que en Francia —quizá porque es un país pequeño, pero yo creo que se debe a que este siglo ha sufrido dos guerras atroces, traiciones, racismo y las represiones de la gestapo—, la juventud tiene mucha más conciencia política que en Estados Unidos, a pesar de que la mayoría de los jóvenes del mayo del 68 nacieron después de todo eso. En cualquier caso, una vez que fueron atacados por el Estado, se fundieron en un solo cuerpo colectivo. Nadie se acordaba de las razones de la revuelta inicial. Empezaron a luchar los unos por los otros, por todos. Usted vino en mayo del 68, justo a tiempo para verlo, ¿no? Los jóvenes ayudaban a los ancianos, interponiéndose entre éstos y la policía, meando en sus pañuelos para cubrir el rostro de los octogenarios y protegerlos del gas lacrimógeno. Escenas así hicieron que De Gaulle se arrastrara hasta Baden-Baden, para implorarle al general Massu que invadiera Francia, cosa a la que éste se negó —el mismo Massu que había ordenado a sus tropas que torturaran a los rebeldes argelinos unos años antes—. Si el partido comunista no hubiera traicionado la revolución, hoy tendríamos un Estado colectivizado. Eso habría sido la felicidad social.
G.: Pero usted jamás persiguió la felicidad.
S.: No, perseguir la felicidad significa creer que uno puede alcanzar el sentido de la vida. De niño, nunca me pregunté por el sentido, el objetivo o la razón de ser de la vida. Es, y punto. Pero era consciente de que mi clase social, la burguesía, siempre trataba de alcanzar algo.
INFLUENCIAS FILOSÓFICAS. “Más Husserl que Heidegger”
G.: ¿Le influyó Jaspers?
S.: No. Bueno, tomé algunas cosas —hablando de dialéctica—, como la distinción que establece entre la intelección y la comprensión. La primera es como una fórmula matemática dada, aceptada, mientras que la comprensión es un acto, un movimiento dialéctico del pensamiento. Sí, eso procedía de Jaspers, y no de Husserl o Heidegger, que no abordaron esta cuestión, que convertí en la base de mi Crítica de la razón dialéctica. Fue entonces cuando empecé a rumiar estos conceptos, en 1928. De hecho, también comencé a escribirlos. Debería pedirle a Castor que le enseñe aquella obra temprana, que no llegué a publicar. Constaba de tres partes, «Leyenda de la verdad», «Leyenda de lo probable» y «Leyenda del hombre solo». La tercera no la acabé. La primera era, fundamentalmente, la certeza científica, evidente, absoluta. Lo probable era una especie de examen de la verdad según las élites, un ataque a la filosofía que se enseñaba entonces, la de [Léon] Brunschvicg [un filósofo de segunda que estaba de moda en aquella época], sobre todo. La tercera certeza era la que más me interesaba, la del individuo solitario que no estaba influenciado ni por la primera ni por la segunda certeza, que entendía la ciencia como una obra construida colectivamente, entre varios, y lo probable como la verdad colectiva. La verdad solitaria debía ser la del individuo que emergía de lo colectivo, y se enfrentaba al mundo, a lo dado, sin escapatoria, sin ayuda, sin explicaciones. Además, en paralelo también elaboraba mi concepto de la contingencia, que aparece en La náusea.
G.: ¿Su hombre solitario se parecía un poco al Zaratustra de Nietzsche?
S.: No, no en el sentido de que fuera superior. Era como Roquentin en La náusea, fruto no de algo místico, sino de las contradicciones sociales del mundo en el que vivía. En aquella época, todos tratábamos de concebir un código de conducta, una norma ética para este mundo, quizá incluso una ética verdadera.
G.: ¿Y siempre ha abrigado usted ese proyecto, el intento de elaborar una ética existencialista?
S.: Y jamás lo he logrado. Entonces estaba muy influenciado, o más bien fascinado, por Nizan y sus crisis. ¿Sabe?, desaparecía, a veces durante varios días, y vagaba por las calles, confraternizaba con extraños y, aterrado por la idea de la muerte, les confesaba cosas que a nosotros jamás nos contaba. Luego, como ya sabe, se fue a Aden, como preceptor, y estuvo allí un año entero, escribiendo su maravilloso librito Aden Arabie, al tiempo que se iba comprometiendo socialmente, hasta hacerse comunista. Yo lo consideré una especie de traición a nuestra amistad, pero seguí leyendo todos los libros que me recomendaba y, por supuesto, una vez que tomó posición, empezamos a leer a Marx juntos. Sin embargo, como sabe, y como reconocí en Questions de méthode [Cuestiones de método], yo no entendía del todo a Marx. Es decir, el lenguaje de Marx es sencillo, pero yo estaba demasiado inmerso en una estética burguesa como para comprender el verdadero significado de la lucha de clases. Hay que plantearse muchas cosas para comprender realmente la profundidad de la lucha de clases. En realidad, no empecé a comprender a Marx hasta después de la guerra, o durante la guerra. La lucha de clases no es más que un concepto para aquellos que no se dedican a ella, que no la viven desde dentro, por decirlo de algún modo [...] Hegel no fue introducido de forma rigurosa en el pensamiento francés hasta la década de 1930, cuando Alexandre Kojève publicó su brillante tratado sobre el amo y el esclavo y, después de la guerra, gracias a la traducción de [Jean] Hyppolite de la Fenomenología del espíritu. Lo cierto es que en aquella época aún no sabíamos gran cosa de los filósofos alemanes, quiero decir de gente como Fichte y Schelling, a los que yo aún no he leído en profundidad, apenas fragmentos dispersos…
G.: El otro día mencionó usted a Schopenhauer…
S.: Sí, pero no tenía nada que ver con mis cursos ni con mis estudios. Se puso de moda en torno a 1880. Un poeta que me encantaba, Jules Laforgue, hablaba mucho de Schopenhauer cuando yo tenía veinte años, así que lo leí entonces.
G.: ¿Y a Nietzsche no?
S.: Sí, mucho, pero lo odiaba. Creo que sus tonterías sobre la élite, su concepto del superhombre, nos radicalizaron mucho, sobre todo a Nizan, porque, para colmo, en la École Normale los pedantes lo adoraban. Cuando les tirábamos condones llenos de orina a la cabeza, cuando volvían de sus veladas mundanas, les gritábamos: «¡Así meaba Zaratustra!». Siempre he pensado que el ser humano, el individuo, debe ser salvado en conjunto. Y, para eso, hay que recurrir a la violencia contra
aquellos que entorpecen el proceso. G.: Siempre lo dice, pero usted se consideraba superior…
S.: Pero no superior a mis compañeros. Superior en tanto que escritor, porque el escritor es inmortal a través de su escritura, pero no como miembro de la sociedad, ni como Zaratustra, que, tal y como afirmaba Nietzsche categóricamente, se considera superior a sus compañeros porque éstos son incapaces de compartir su perspicacia. G.: ¿Y Kierkegaard?
S.: Antes de la guerra había oído hablar de él, e incluso había leído algunas páginas suyas o sobre él, pero no me interesé por su obra hasta que fui prisionero. Le pedí a Castor que me mandara su libro sobre la angustia, Temor y temblor.
G.: ¿Cómo reaccionó usted ante el pasaje en el que Dios ordena a Abraham que mate a su hijo?
S.: No como debería. Para mí, Dios era como el Estado que ordena a su súbdito que haga lo que le dice. Pero ésa fue mi primera reacción, fruto de mi antipacifismo durante la Guerra Civil española.
G.: ¿Estuvo de acuerdo con la decisión de no intervenir?
S.: No, ¡claro que no! Estaba completamente a favor de la intervención, e incluso de una intervención oficial, es decir, que Francia enviara unas cuantas divisiones contra Franco. A fin de cuentas, en Francia habíamos elegido un gobierno del Frente Popular, exactamente igual que la república española.
G.: …fue usted a ver a Heidegger. ¿Le impresionó un poco, al menos?
S.: Pues no. Hubo una sesión que no me impresionó, pero sí me interesó. Se habían reunido grandes filósofos alemanes, todos ellos muy importantes, que le hacían preguntas muy profundas a Heidegger, supongo, porque yo no entendía ni una palabra. Todo lo que decía Heidegger, yo se lo atribuía a Husserl. A mí me influyó más Husserl que Heidegger. De hecho, ya había escrito El ser y la nada, que la gente suele considerar que está inspirado en Ser y tiempo, cuando leí el libro de Heidegger, durante la guerra. Sorprendentemente, lo encontré en la biblioteca del stalag cuando estuve prisionero. Lo cierto es que me ayudó a afinar algunos conceptos. Era muy hábil, de ahí que diera coba a los nazis y sobreviviera.
G.: En aquella misma época atravesó usted casi toda Rusia. ¿Cómo pudo no darse cuenta de que había un régimen abominable?
S.: Estaba demasiado cegado por mi interpretación de la política internacional. Como tenía el convencimiento de que Rusia no empezaría la tercera guerra mundial, a diferencia de Estados Unidos, cerré los ojos a la realidad. Recuerdo que la primera vez que viajé a Rusia, en el 54 o el 55, mi anfitrión, que era el presidente de la federación de escritores, ya no recuerdo su nombre, me dijo: «Señor Sartre, es usted libre de ir adondequiera, excepto a los campos de concentración, porque no existen».
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