miércoles, 23 de mayo de 2012

El economista rey

Los economistas están tan convencidos de la bondad de sus modelos que nunca valoran la pérdida de autogobierno democrático que supone la implantación de sus recetas institucionales

 

En la famosa obra de Ibsen, Un enemigo del pueblo, el doctor Stockmann descubre que las aguas del balneario del que depende económicamente el pueblo en el que reside están infectadas. Su obligación como médico es hacérselo saber a todo el mundo, aun si ello implica poner en riesgo la fuente de la prosperidad de la que disfrutan sus habitantes. Las autoridades y los poderosos consiguen, sin embargo, tapar la verdad, con el apoyo de una muchedumbre enfervorecida que sucumbe a la demagogia. Se trata de un conflicto entre la verdad científica y los intereses políticos y económicos de la comunidad. La tesis de Ibsen es que la democracia no es siempre compatible con la verdad.

La tensión entre ambas, entre democracia y verdad, es aún más profunda cuando alguien llega al convencimiento de contar con la solución para conseguir un orden político armonioso y estable para el Estado (o para la polis, la república, el imperio o cualquier otro cuerpo político). Supongamos que frente a las ideas confusas y desatinadas de los propios ciudadanos, algunas personas de excepcional agudeza intelectual acceden a un conocimiento verdadero sobre el gobierno de los asuntos humanos. ¿Qué sentido tendría entonces que el destino del Estado se dejara en manos de la gente común y no en manos del criterio de los sabios?

Este tipo de razonamiento está en la base del desdén hacia la democracia que han sentido tantos filósofos a lo largo de la historia, de Sócrates a Heidegger. Para estos pensadores, nada garantiza que una decisión colectiva basada en la agregación de las preferencias de los ciudadanos sea la forma más adecuada de resolver los asuntos públicos. Si alguien tiene un conocimiento superior sobre lo que resulta conveniente para la república, ¿cómo no darle el poder para que sea él quien tome las decisiones?

Por fortuna, el sueño del filósofo rey platónico no es una amenaza demasiado seria, entre otras razones porque los filósofos pasan más tiempo del debido en el mundo supralunar y sus ideas son demasiado abstractas y generales para servir de guía en la vida política. La propia naturaleza especulativa del conocimiento filosófico impide su traslación inmediata y efectiva al orden práctico. En este sentido, la visión de un Estado regido por filósofos resulta más risible que siniestra.


Sucede, no obstante, que no son sólo los filósofos quienes reclaman un saber privilegiado o superior acerca del gobierno de los asuntos humanos. Desde hace dos siglos, los economistas creen estar en posesión de una ciencia sobre el bienestar social y sobre la forma más eficiente de resolver los problemas de distribución de los recursos que aquejan a toda colectividad humana. A diferencia de los filósofos, los economistas están más orientados a la intervención social y su saber técnico puede ser utilizado fácilmente en la toma colectiva de decisiones. De ahí que haya cierta base para afirmar que los economistas han acabado desempeñando el papel que Platón reservaba a los filósofos. Los economistas creen que las conclusiones que se siguen de las teorías científicas que manejan deberían llevarse a término con independencia de lo que puedan decidir los ciudadanos o sus representantes.

Las pretensiones de los economistas se refuerzan con algunas de las teorías que ellos mismos han elaborado sobre el funcionamiento de la política. Los políticos que aparecen en sus modelos matemáticos son siempre cortoplacistas, buscan sobre todo obtener rentas del ejercicio del poder y, con tal de seguir ganando elecciones, están dispuestos a endeudar excesivamente al Estado y a manipular la inflación para generar así la apariencia de que consiguen un mayor crecimiento económico. Los ciudadanos, con opiniones poco formadas sobre estos asuntos técnicos y con un bajo interés por la política, no piden cuentas por las decisiones sub-óptimas que toman sus representantes. Por si todo esto no fuera suficiente, los modelos económicos de la política indican que todas las reglas electorales son manipulables, que los procedimientos de agregación de preferencias son todos imperfectos y que los resultados de una votación pueden ser incoherentes.

No es de extrañar entonces que los economistas, desengañado del sistema representativo, considere que deben emprenderse reformas institucionales que garanticen que las soluciones de la ciencia económica sean las que se lleven a cabo, pasando por encima de la voluntad popular. Así, los economistas han llegado a la conclusión de que la mejor manera de dirigir la política monetaria consiste en quitársela a los representantes democráticos y dársela al gobernador de un banco central independiente. Puesto que el gobernador no está sometido a presiones electorales, no cometerá los errores de los políticos. Asimismo, para evitar déficits excesivos y altos niveles de endeudamiento, nada mejor que recortar la discrecionalidad de los políticos estableciendo reglas constitucionales de limitación del déficit. En la misma línea, han promovido reformas de mercado en todos los ámbitos ante el temor de intervenciones contraproducentes por parte del poder político, siendo la desregulación de las transacciones financieras la medida que mayor impacto ha tenido en la forma de capitalismo que padecemos en nuestra época.

La crisis tendría que hacernos reconsiderar si los economistas están en posesión de la verdad
Sorprendentemente, los políticos no han puesto demasiadas resistencias a todos estos cambios que vacían sus funciones; tal es el poder de las ideas económicas en nuestro tiempo. Además, los economistas han tenido la inteligencia de no aspirar a ejercer ellos mismos el gobierno. Se contentan con influir decisivamente sobre los políticos. Esto tiene para ellos la ventaja añadida de que cuando sus recomendaciones salen mal, el pueblo la emprende con los políticos y no con los autores intelectuales de las propuestas.

Como todas las ensoñaciones aristocráticas, esta de los economistas también ha acabado saliendo mal. La crisis económica se ha llevado por delante las teorías científicas que sirvieron de fundamento a la desregulación financiera. Y las reformas institucionales que se promovieron en nombre del saber económico son las que impiden hoy a los políticos sacarnos del agujero en el que nos encontramos. Puede que el Banco Central Europeo no esté sometido a presiones electorales, pero el problema fundamental es que no rinde cuentas a nadie por sus decisiones. Y son esas decisiones las que están hundiendo no sólo a los países del sur, sino al propio proyecto de integración europea, que cada vez tiene menos atractivo a ojos de la ciudadanía. ¿Cómo puede ser que el actor clave en la actual recesión pueda actuar impunemente, sin pagar por las consecuencias de sus actos? ¿Y cómo puede ser que cuando se necesitan políticas que estimulen el crecimiento nos encontremos con que los gobiernos aceptan atarse las manos aprobando reglas institucionales que impiden realizar políticas expansivas?

Los economistas están tan convencidos de la bondad de sus modelos que nunca valoran la pérdida de autogobierno democrático que supone la implantación de sus recetas institucionales. Al fin y al cabo, deben pensar, ellos tienen la solución científica a los problemas. ¿Por qué lo que piense gente ignorante, sin formación técnica, debería ser un freno a la hora de resolver los problemas según los dictados de la teoría? En este conflicto entre verdad y democracia, la democracia debe retirarse a un discreto segundo plano.

La experiencia de la crisis tendría que hacernos reconsiderar hasta qué punto los economistas están realmente en posesión de la verdad. A la vista del mal funcionamiento de sus modelos, no parece lógico que las políticas económicas queden blindadas frente a los poderes representativos. La alternativa, por descontado, no consiste en que las decisiones económicas se resuelvan mediante referéndum popular o encuesta. Evidentemente, el conocimiento técnico de los economistas sigue resultando imprescindible, aunque sin perder de vista que es sólo aproximado y que, por tanto, puede fallar. Por eso mismo, no debería estar en ningún caso por encima de decisiones colectivas tomadas democráticamente.

El gobierno de los expertos está condenado al fracaso. La razón última es que no está claro qué cuenta como verdad en los asuntos humanos. De momento, no se ha inventado nada mejor que un gobierno limitado elegido por el pueblo.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología. Su último libro es Años de cambios, años de crisis. Ocho años de Gobiernos socialistas (Catarata).

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